Digital Extremadura

EL APRENDIZ PROFESIONAL

OPINIÓN
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Una hoja en blanco, puede ser una clara invitación a contar una historia.

JUAN ANTONIO MURIEL
JUAN ANTONIO MURIEL.

Juan Antonio Muriel. De la misma manera, un acorde inesperado, encontrado casualmente, tiene el poder de seducción suficiente para que te impulse a tararear una melodía en apariencia desconocida.

El ritmo y el tiempo es casi consustancial al nacimiento de una canción.

El ¨tempo ¨ es otra cosa: es el pulso del alma según su estado de ¨ ánima ¨.

Por otro lado, en el corazón de un acorde caben tantas melodías como penas y alegrías en el corazón humano. Y, de las infinitas historias que se pueden cantar, a veces, tampoco sabrás si las palabras escogidas eran las más idóneas.

Componer no deja de ser un juego, por muy seria que sea una canción. Es una especie de rompecabezas, y cada cual, tiene su propia manera de resolverlo.

Para ese particular milagro artesano, a veces, hay que derrochar la inocencia necesaria para creer que se puede decir en 3 o 4 minutos lo que el destello de una mirada en un sólo segundo.

El comienzo de una canción que aún no existe es el principio más incierto, y ésa, es su mejor baza. Las mejores canciones tienen ese extraño equilibrio entre la palabra y la melodía, que consiste en que ninguna de las dos salve a la otra del fracaso, y en ese imaginario y aproximado cincuenta por ciento que cada una aporta está la dificultad. El cálculo no es intencionado, es fruto de la complicidad entre ambas, del acierto para encontrarlas.

Es un oficio único este; y no es pretencioso decir que una canción se alimenta de literatura y música para existir. Pero, en realidad su existencia es mínima: sólo vive en el preciso instante que suena.

Cada palabra, cada sílaba engarzada a una melodía tarda en evaporarse el tiempo que dura la nota que la sostiene. Después de repetirse este proceso una y otra vez, cuando termina la canción, nos queda ese regusto indescifrable e indescriptible que sólo el ¨alma¨ sabrá interpretar.

Las canciones son pasto de la memoria y el corazón, y lo mejor de este alimento es que es imperecedero.

El tiempo que se tarda en escribir una canción, su duración y sus características son tan variadas como incalculable es el número de ellas que ya existen.

Afortunadamente no hay un patrón, una línea a seguir que te asegure que una canción logrará aquello que distingue a las perecederas de las ¨eternas¨ .

Toda canción que se precie de ser medianamente aceptable, se abrirá paso a través del tiempo; se renovará cada vez que suene como si se alimentara de su misma antigüedad. Será el legado de sus autores cuando ya no existan y seguirá así, dejándose querer, mientras se la cante.

Todas ellas, desde la más alegre a la más drámatica, desde la más sentida y densa a la más liviana, todas las que pasan de una generación a otra como un legado, una herencia colectiva que se va incorporando a su vez a las recien nacidas, han convivido con los sentimientos de millones de personas.

A saber cuántos corazones sintieron las dulces tarascadas de ¨ Caruso¨ de Lucio Dalla.

¿ Cuánta gente habrá cantado y bailado ¨ La bamba ¨ ?

Cuando Ritchie Valens hizo la primera versión moderna de ese tema ( una canción de autor anónimo del folclore mexicano del siglo XVII), no sé si imaginaba la que iba liar. El invento, esa rueda de tres acordes se convirtió en santo y seña de un montón de canciones; copias más o menos afortunadas de la misma fórmula. Puede que lo que hoy llamamos ¨Rock¨ , se iniciara con esa versión y otras de los años -50.

Los ejemplos serían interminables, y el asunto da para tanto como maneras y canciones hay.

Es más fácil pisar tu propia sombra que delimitar la frontera de las canciones.

Dar unas cuantas pinceladas melódicas durante cuarenta y cinco segundos, sobre dos o tres acordes y contar algo medianamene interesante, es un opción estupenda para la sutileza. Hacer un tema que dure siete u ocho minutos, con un ritmo que te haga mover el esqueleto o llevar el compás con el pie es otra manera, una de tantas. Aparte de los clásicos tres minutos y medio o cuatro, las combinaciones son ilimitadas.

No importa si tiene estribillo o no; si pones un puente después de la estrofa o esta ocupa todo el tema en una rueda, un bucle que se repite; lo que en realidad interesa es que la canción se te cuele hasta los huesos, y no sólo quieras volver a oírla, sino que te la lleves a vivir contigo para siempre.

Comenzar una canción siempre es un reto, una manera de aprender, de comprobar una vez más que toda la libertad que tienes para encontrarla, es precisamente, la que se vuelve contra ti si no consigues seguirle el juego que te propone.

Hace 47 o 48 años, cuando comenzaba en este oficio, ya existía esa pregunta cliché que decía: ¿ Tú qué haces antes la letra o la música ?

Reducir de esa manera tan ingenua las posibilidades que tiene una canción de nacer, no deja de tener cierta gracia y también demuestra el desconocimiento del tema de quien hace la pregunta.

No tengo ni idea de cómo voy a comenzar el próximo tema; no sé si va ser con una guitarra, un teclado o una sonaja; si va a insinuarse sin ningún instrumento o me va a invitar a que lo descubra a través del silencio más insólito que se cruce en mi camino.

Lo que si tengo claro, es que de tanto jugar al gato y al ratón con las canciones, no me interesa cómo las comienzo, sino cómo las termino.

Ahora sé que soy un aprendiz profesional, y de camino que me cubro las espaldas contra el aburrimiento, vivo al amparo de lo que aún no sé. Busco las canciones con la paciencia del que sabe que más que el número, importa la identidad.

Cada canción debería ser única, otra cosa es que se consiga. Hoy no tengo interés en hacer canciones y más canciones, ahora juego con la sombra de la primera que se me insinua, le doy su tiempo y cuando se deja y comienza a tomar cuerpo, ésa,  es la última golosina para mi alma. La última canción.

JUAN ANTONIO MURIEL


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