Es difícil saber cuánto hubo de cierto y cuánto de interpretación en el contenido del discurso de Meryl Streep, la brillante actriz norteamericana, Premio Princesa de Asturias de las Artes 2023, al recibirlo. Posiblemente constituya una mezcla muy bien hecha y asumida por la propia personalidad de la protagonista. Cuando se llevan tantos años, como ella, en escena y además el resultado ha sido tan fructífero, es imposible no acumular la técnica al sentimiento y a éste la propia reflexión de la persona adulta. Aún sabiendo todo esto (la realidad nos vuelve un poco más ateos cada día) hay que reconocer que su intervención tuvo una serie de frases reseñables, por certeras.
Su alegato a favor de la empatía lo fue. “La empatía es el corazón palpitante del don de actor”, dijo. Como lo es o debiera serlo (añado yo de mi cosecha) de cualquier ser humano que se tenga por tal, sin distingos. Su defensa vehemente de la interpretación como un verdadero acto empático, su referencia a que solo cuando somos bebés lloramos al ver llorar a otros, característica (que al igual que otras) vamos perdiendo a medida que crecemos, porque el resto del mundo se encarga de avisarnos y endurecernos, es algo tan real como la vida misma. Pues es rigurosamente cierto que, con la adultez, llega la desconfianza y el deseo del provecho propio; también, la tragedia de la incomprensión aunque ésta se disimule entre los ropajes de una mal entendida justicia universal, en busca y captura de chivos expiatorios. Desgraciadamente, los ejemplos en los que la invocación de unos derechos significa la destrucción de otros inundan el panorama global de nuestra existencia. Como si los humanos fuéramos seres totalmente incapacitados para poder comprender las razones del contrario.
Cuando Meryl Streep dijo, al término de su discurso de agradecimiento, que la primera regla enseñada a los actores es aquella que les dicta su deber de escucha (para entender al personaje que interpretan han de ponerse en su piel, si quieren defenderlo con maestría) pensé en los múltiples motivos para acatarla, incluso fuera del ámbito de la interpretación. Pues todos, al fin y al cabo (profesores, sanitarios, administrativos… políticos, juristas, etc) debiéramos ser (o intentarlo con fuerza), unos buenos profesionales en nuestro estar y en nuestros oficios, en esa ejecución de los roles que la vida, el trabajo o los votos nos han encomendado.
En los últimos tiempos se cita en algunos relatos la palabra “otredad”, cuyo significado viene a definir a las personas en base a las diferencias que tienen con el grupo en el que nos clasificamos nosotros. Históricamente todo ello ha servido para el conflicto, para la opresión de minorías de todo tipo, pues si el “otro” no es “uno de los nuestros” se establece una distancia emocional, psicológica y relacional que permite establecer límites imposibles de ser cruzados. Barreras espoleadas incluso artificialmente desde un punto de vista estratégico por la política interesada. Pero la comprensión de esa “otredad” puede ser enriquecedora cuando se la mira como complemento para la comunicación y el aprendizaje de los “unos” y los “otros”. Y se deberían explorar sus posibilidades mucho más.
Carmen Heras..