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Hay sangre vieja, esa que parece herrumbre. La de las guerras que no se acaban nunca y solo dejamos de hablar de ellas. El conflicto enquistado, esa zona donde hasta las piedras rezuman la sangre de los cruzados y el mar está tan muerto que puedes flotar en su plasma aceitoso. Y cada cierto tiempo, por si lo habíamos olvidado, da igual que sea en el desierto, sobre la nieve, en la frontera dejada de lado, regresa la sangre y corroe su óxido, su martirio, su horror al otro lado de lo nuestro, lejos.

Hay heridas que no cierran y que entretienen el aburrimiento arrancando costras, horadando pieles y dejando que salga de nuevo la sangre sobre el grano que hemos apretado hasta dejar cicatrices. Es inevitable, se trata de morderse las uñas pelando el hueso. Se trata de seguir el impulso no sé si animal o estúpido de mantener la pelea, estirar el daño, acallar las voces que claman y dejar que las mujeres se dediquen a parir mártires o soldados para la causa.

No hay honor, ni gloria, ni proclama. Mientras, en un mar caliente como sopa de peces, se ahogan los que se hacinan en barcazas que ahora no se llaman pateras, sino cayucos, balsas del Caribe, canoas de la falta, barcas que no sirven para la pesca ni para el paseo. Es el billete directo a la ignominia o a la muerte. Y en la puerta del supermercado donde hay tanto y no hay nada, el muchacho al que llevaron desde las islas hasta la península y tuvo la mala fortuna de cumplir dieciocho años, se pregunta por el móvil si esto es el paraíso o la exhibición de una vida en la que no participa.

Se nos oxida la memoria de la sangre. El escenario de la guerra, el viejo decorado de los mártires. O quizás nunca se callaron los ecos de los cañones y lo que sucedía es que no lo oíamos. Es que hay muchas voces. Las mujeres en América Latina seguirán muriendo a manos de los que trafican con niños y no escuchamos porque suena Ucrania y tapa los gritos de Siria y quizás en Asia estén chillando pero qué grande el mundo y cuánto dolor que ya no oímos, sordos del todo mientras nuestra vida cómoda nos parece poco para nuestras apetencias. Comer, dormir, ser feliz con lo que toca. Se nos olvida la memoria de la sangre y de tanto en tanto, con un estruendo de cañones, alguien nos recuerda su sabor metálico, su miedo en el bunker, su barbarie.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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