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Las personas y los carros cruzaban el Tajo en Túrmulus (luego Alconétar) por la calzada romana (Vía de la Plata) sobre el puente Mantible. Cuando destru- yeron el puente, empezó a funcionar la barca de la Luria un poco más abajo del vado de Alconétar; luego hicieron otro puente y el del ferrocarril. Pero no sólo había ese vado en el Tajo; aguas abajo, en el camino entre Garrovillas y Acehúche, el Tajo se ensanchaba en el vado de San Cristóbal. En la orilla sur, la finca San Cristóbal, término de Acehúche, y en la norte, la Espigadera, la desembocadura de la Garganta y la Cofradía. La Cofradía de San Cristóbal, precisamente. Era esta una propiedad de mi familia, un cercado de varias hectáreas que albergaba unos seiscientos olivos; en un otero sobre el ribero, una casa y llenaría demasiadas hojas con lo que podría contar de aquel paraí- so perdido. Cuando en el año 58 o 59, subió el agua y el río se volvió embalse,  el mundo de la Cofradía se sumergió en la oscuridad, pero no en el olvido.

En San Cristóbal, al otro lado del río, había una lapa, que por cierto nunca visitamos, pero que consta y se cuenta de ella en los documentos antiguos que fue lapa-ermita con alguna imagen o pintura dedicada al santo patrón de viajeros. Fue habitáculo para algunos menesterosos pescadores de antaño, Lázaro “Papón”, su hermano Nicolás y tal vez alguno más.

En la otra orilla también otras propiedades: El Bodegón, la Posesión, el Cas- tillo, los Lucillos, etc, ya iremos hablando. En este lado, más debajo de La Cofradía, el Ortigón, el Malentradero (vulgo Manantraero), la Canchera y más abajo ya, las Jaras, de Arenillas, de Enmedio, etc. El Malentradero es un abertal enorme en el que se abría el cauce del río, con su muro de pesquera (cambio de nivel del lecho del río) y sus aceñas. Allí hubo mucha vida y mucho que contar.

De la aceña recuerdo su estructura granítica deteriorada por el tiempo: una torre, ¿cuadrada o redonda?, con su escalera interior y su balcón, la sala prin- cipal, tan fresquita residencia del molinero, ubicada sobre los conductos de la corriente del río, que pasaba por allí abajo con su fuerza natural y su murmu- llo característico. Complicado sería describir el funcionamiento de aquellos vetustos molinos.

Cerca de la aceña, un tramo más arriba, en la vega llana, Aurelio Granado tenía su sombrajo. Aurelio estaba casado con Lele y sus hijos eran “Castelar”, Carmen, Isaac y Chini. No sé si olvido alguno. Pasaban buena parte del año en la orilla del río, sobre todo en los meses de clima agradable y labores de siembra y recolección de los frutos que daban las fértiles tierras de la vega: tomates, melones, sandías, pimientos, etc. Y además, el río, peces.

Las nuevas generaciones de acehucheños no se imaginarán siquiera lo que perdimos el año en el que subió el nivel de las aguas del Tajo, y el río, que fluía de levante a poniente, se transformó en ese embalse actual de aguas quietas. Item, tampoco nosotros recordamos con nitidez cómo era la vida piscícola del río antes de que hicieran cierta presa de contención en Portugal, en Cedillo o en el averno que fuese. Una presa que cortó el fluido de vida que subía corriente arriba desde la mar oceana al otro lado de Portugal. En los primeros años cincuenta podían capturarse en las aguas del río albures (el mújol), anguilas, lampreas, congrios, sábalos, sabaletas, almejas, mejillones… no sé cuántas especies marinas más, además de las propias de agua dulce: barbos, bordallos, bogas, carpas, etc.

En el desnivel que hacía el lecho del río en el tramo del Malentradero los hombres habían colocado un cañal. Una estructura de palos bien anclada en el fondo, que aprovechaba la fuerza de la corriente en la pesquera, de modo que los peces que caían en el cañal quedaban atrapados en una especie de jaula. No había más que esperar a que el río hiciese su labor y acudir de vez en cuando con el barquito a recoger la carga viva de las sabrosísimas capturas.


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