La pandemia nos obliga a ser más estoicos que impacientes. Es tal la preocupación que
todos tenemos, que estamos predispuestos de antemano a no levantar la voz, a no crear
falsos debates que parezcan desdeñar las preocupaciones de los gobiernos en momentos
catastróficos como los que vivimos. Quizá por eso tropezamos con infinidad de tiempos
muertos en las administraciones que ni osamos criticar. Aunque lo cierto es cada vez son
más quienes no pueden por menos de preguntarse si realmente la política es esto que
ahora vivimos.
Mucha “cocción” nacional y bastante menos “guiso” en lo autonómico, a
decir del público, que nota la polarización existente en (casi) todos los asuntos. Y en lo
cercano no aparece nada reseñable, como si se esperara un maná de afuera, o a un
nuevo Godot, que no llegará.
Dícese que Séneca inventó el estoicismo, esa corriente filosófica que recomienda tomarse
las cosas de la vida sin demasiada pasión. Su obra constituye la principal fuente escrita
de filosofía estoica que se ha conservado hasta la actualidad. Abarca tanto obras de
teatro como diálogos filosóficos, tratados de filosofía natural, consolaciones y cartas. La
influencia de Séneca en generaciones posteriores ha sido inmensa. Su vida fue un
continuo pasar del éxito al fracaso, de tener mucha influencia a ser tipificado como traidor,
hasta que al ser condenado a muerte por su pupilo Nerón, optó por suicidarse.
En un tiempo en el que mi padre tuvo que pleitear por una propiedad, el abogado que lo
representaba comenzó a llamarle “el divino impaciente” en referencia al apodo dado a
San Francisco Javier en la obra teatral del mismo título que escribiera Pemán. Mi padre
se impacientaba por la lentitud de los trámites, del mismo modo que el Santo, a juicio del
autor, lo hacía en su afán misionero. José María Pemán fue un hombre muy conocido en
otra época, ideológicamente monárquico, afín al franquismo; las tres horas y pico de
duración de la citada obra en verso -escrita como respuesta a la disolución legal de la
Compañía de Jesús en tiempos de la Segunda República- sin duda chocan con la
premura que sugiere el propio título.
Hay una falsa calma, apuntalada por la situación sanitaria y económica, que puede inducir
a creer que todo rueda sin demasiados altibajos, pero la tensión parece existir dentro del
gobierno nacional, entre éste y los regionales y entre la militancia más forofa de cada
partido que se lanzan a la yugular de cualquiera que osa dar una opinión distinta a la que
“la nomenclatura” ha dictaminado como buena. Es asombrosa la forma de reaccionar de
muchos ante cualquier crítica, rehuyendo el argumento y centrándose únicamente en la
descalificación de la persona o el medio que lo hace, como si con ello se pudieran (no se
consigue, solo se denota flaqueza y sectarismo) ocultar las informaciones.
El miedo es libre y ahora está plenamente justificado. Pero de seguir así, puede que la
situación que tenemos ni siquiera sirva para aprender de los errores y del conflicto
generado. Sin proyecto de país, ni de región, ni de ciudad, nada puede lograrse. Las
piezas deslavazadas, colocadas aquí y allá sin un propósito claro -salvo el de permanecer
en un gobierno- no forman ningún puzzle. Estar y tener poder para no convertirlo en
progreso es un fracaso, se mire como se mire. La historia resolverá.