R. DEx, Cáceres, 22 de junio de 2025.- Extremadura lleva décadas esperando un tren digno. No uno de alta velocidad con camarotes, spa y champán francés —que tampoco nos vendría mal—, sino uno que no se pare por el calor, que no se incendie en marcha ni se averíe como si fuera una locomotora de vapor en una película de Berlanga. Queremos, simplemente, lo que ya tienen otras regiones desde hace veinte años: un tren que llegue, que salga y que no sea una ruleta rusa ferroviaria.
Esta semana, la eurodiputada Elena Nevado, después de doce horas de odisea para llegar a Estrasburgo desde su tierra, se plantó en el Parlamento Europeo y puso voz (y cara de hartazgo) a una reclamación que ni es nueva ni debería seguir siendo noticia: que el tren extremeño entre, de una vez, en el siglo XXI. Lo pidió con contundencia, recordando que el corredor Lisboa-Madrid, cuya finalización estaba prevista —agárrense— para 2010, sigue durmiendo el sueño de los justos. Quizá porque en el Ministerio de Transportes alguien decidió que Extremadura es un destino secundario, un andén de paso en la España vaciada.
Pero no está sola. Desde la Junta de Extremadura hasta los alcaldes de pueblos que solo ven pasar el AVE por los telediarios, pasando por asociaciones ciudadanas, sindicatos, plataformas como Milana Bonita y miles de usuarios cabreados, todos han exigido lo mismo: una infraestructura ferroviaria moderna, segura y fiable. Sin embargo, nuestras estaciones siguen siendo templos del bostezo, donde el viajero extremeño aprende más sobre resiliencia que en cualquier máster de autoayuda.
No se trata solo de velocidad, sino de dignidad. Porque viajar en tren en Extremadura no es un servicio público, es una prueba de fe. Hay quien reza al subir al vagón, no por devoción, sino por miedo. Hay quien lleva bocadillos por si se queda tirado en mitad del campo. Y hay quien directamente ya ni lo intenta, resignado a la carretera o al exilio digital del teletrabajo.
Mientras tanto, los ministros del ramo han ido cambiando como cromos, prometiendo estudios informativos, compromisos de ejecución y presupuestos expansivos. Todos han pasado por aquí a dejar su titular y su aplauso, pero ninguno ha dejado un tren que funcione. Porque aquí lo único que circula sin retraso es el cinismo institucional.
Y lo más sangrante: nos dicen que hay que esperar hasta 2030. Como si los extremeños fuésemos una especie con superpoderes para resistir la precariedad ferroviaria durante décadas. Como si estuviéramos condenados a ser los figurantes de un país que presume de modernidad mientras nos abandona en los raíles oxidados del olvido.
Extremadura no pide un milagro ni exige una limusina sobre raíles. Solo reclama lo que le corresponde: un tren que no avergüence. Ya basta de parches, de excusas técnicas y de palmadas en la espalda con promesas que no llegan ni a la próxima estación. A este ritmo, cuando llegue el tren digno, será para asistir a nuestro entierro como comunidad moderna. Y tal vez entonces, entre llantos, alguien dirá: “Llegó tarde, como siempre”.