Paco de Borja, sábado, 4 de octubre de 2025.- El feminismo en España está de moda. Y no, no lo digo porque las camisetas de Zara lleven estampado un “Girl Power” con glitter. Lo digo porque el debate ha saltado de las calles a los sofás de las casas, de los ministerios a las peluquerías, de las tribunas políticas a las sobremesas con gin-tonic. Un debate con pinta de eterno, aderezado con sorna, postureo y, cómo no, con los viejos roles que se resisten a morir como cucarachas en agosto.
Él friega un plato y ella se aplaude a sí misma como si le hubiera tocado la Primitiva. Ella hace la compra, cocina, organiza el calendario escolar, cuida al perro, al suegro y a la nevera… y aún hay quien dice: “Pero si tu marido te ayuda mucho”. Ayuda: ese verbo tan machista y tan castizo que convierte en favor lo que debería ser corresponsabilidad. Como si el amor fuera una ONG doméstica.
En España, los roles de género todavía se parecen demasiado a una canción de karaoke desafinada: todos creen que la cantan bien, pero el micrófono demuestra lo contrario.
La brecha salarial no entiende de pintalabios ni de corbatas. A ellas les pagan menos, a menudo por más horas, mientras a ellos les siguen colgando medallas por conciliar, como si pedir una reducción de jornada fuera un acto heroico y no un derecho.
Lo irónico es que vivimos en un país que presume de tener ministerios con nombre de igualdad, leyes avanzadas y discursos solemnes. Y al mismo tiempo, cada semana, un informativo abre con un nuevo caso de violencia machista. España feminista de día, pero con agujeros negros de noche.
Las revistas de moda te venden la igualdad con perfume de lujo: “La mujer empoderada viste blazer oversize y botas altas”. El feminismo de escaparate. Pero en la barra del bar la conversación suena distinta: “Yo soy feminista, pero…” —ese “pero” que lo estropea todo.
La ironía canalla es que seguimos comprando cuentos: que ellas pueden ser todo, siempre que también sean guapas, delgadas y hagan pilates. Y que ellos pueden llorar, claro, pero sin pasarse, no vaya a ser que se les arrugue el traje de machito sensible.
En din, que el feminismo no es una tendencia, aunque algunos quieran vestirlo como temporada primavera-verano. Es una exigencia social, cultural y política que incomoda porque obliga a mirarse al espejo y reconocer que el reflejo no es tan moderno como Instagram sugiere.
En España, los roles de género se tambalean, sí, pero no caen del todo: las mujeres avanzan a zancadas, mientras algunos hombres siguen calculando el paso como si fueran en alpargatas de esparto.
La ironía sería decirlo claro: este país será feminista de verdad cuando dejar de planchar una camisa no se considere un acto revolucionario, y cuando un “te ayudo en casa” se cambie por un sincero “es mi obligación también”.
Hasta entonces, toca reírnos para no llorar, con sorna, con tacones o con botas camperas. Porque la igualdad —como el vino de pitarra de nuestra tierra extremeña— se saborea mejor sin adornos y sin excusas.