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A mi madre y a mi tía el confinamiento les ha roto el rito de la jardinería funeraria. Los suyo no son los buñuelos de santo, ni el truco ni el trato, ni siquiera ese tenorio cuya escena del sofá se saben todos los de su época, lo propio, para ellas, en estas fechas, es tener su particular tira y afloja sobre quien limpia, fija y da esplendor.

-Tu madre no se da cuenta de que antes hay que quitar las malas yerbas alrededor de la sepultura.

El camposanto del pueblo tiene la familiaridad de la calle, de la cercanía del vecino, del tío, del abuelo. Es como hablar de la parroquia o de la casa. El tiempo, en estas tierras de surco, caminos y cunetas, nos enlaza a todos en un solo relato la amor de la lumbre.

-Yo nací una semana después de morir tu bisabuelo, el de la fragua, por eso me pusieron Ángel. Mi padre era primo segundo de tu abuela.

Mi abuela agarraba el cubo, el estropajo amarillo que parecía el pelo de una bruja rubia y se iba al cementerio dos semanas antes de Los Santos. Ella no tenía que consensuar con nadie, y arrancaba, barría, fregaba y pulía para dejar luego, dos días antes, porque el día de Los Santos solo van los que quieren ir a lucirse, un ramo de flores de plástico que duran más y se les puede poner una piedra encima para que no se las lleve el aire.

Desde bien pequeñita, el cementerio del pueblo era un espacio más donde sentir la fuerza del atardecer contra los Arapiles. Los niños que nos hemos criado con los abuelos en los pueblos, sabemos bien de entierros, tumbas y lápidas. Forma parte del paisaje, como la pequeña casita aledaña a los primeros muros, de la que mi madre contaba que se allí hacían las autopsias a las muertes violentas de las que nadie hablaba, y donde los niños, como en la novela de Isabel Allende, vencían el miedo para curiosear por las ventanas cerradas, como me relató también el poeta Tomás Acosta en el delicioso cementerio de Navasfrías. Picias de críos que son igual de trastos en todas partes.

Al fotógrafo Pablo de la Peña le dio hace tiempo la venada Becqueriana del que qué solos se quedan los muertos y se dedicó a fotografiar magistralmente los austeros, los dignísimos, los hermosos camposantos salmantinos. Un blanco y negro de una veracidad poética, de un lirismo desnudo y cierto. Es la sabiduría delibeniana de la vida, la cercanía campesina con las grandes verdades. Vivos y muertos bajo el mismo cielo impasible, pertinaz, inquebrantable que según Don Miguel, el vallisoletano, levantaron los hombres de la tierra castellana de tanto mirarlo. Delibes era un santo laico, un hombre de certidumbres que nos llenó de hojas rojas, caminos ciertos, horas sin Mario y profundos herejes. Y es en el recuerdo de su persona, tan cerca de esos días de difuntos, cuando el gozo del otoño parece anunciarnos el fin de la luz que nos sostiene en estos tiempos de confinamiento. Ese que les ha fastidiado a mi madre y a mi tía su labor a la par de jardineras. Ciudad confinada y sitiada que añora el pueblo mirando al cielo.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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