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Tiene mi infancia sonido de máquina de coser haciéndole un zigzag a la vida mientras mi madre, laboriosa siempre, se sentada en el charco de sol de la ventana a hilvanar el porvenir antes de la tarea cotidiana, con olor a comida siempre bien hecha, a niños con la cara lavada y las rodillas y las uñas sin costras de tierra. Costura diminuta para suturar lo roto y bajar la presilla de una máquina que suena en sueños como la certeza del progreso… Y no es el pie el que sube y baja, hierro negro de la Singer que tiene un encaje que recordamos ahora para hacer la mesa de nuestras otras labores, sino el pedal eléctrico que quemaban las mujeres de los berrocales de Ávila a las que surtía mi padre, siempre presto el domingo a que no se quedasen sin medio de vida. Tierra dura que convirtió a las mujeres en hacedoras de una sábana inacabable que daba de comer a toda la comarca… negocio de retales de vida que mi madre unía para hacer un mantel, una manta, siempre dispuesta a aprovechar lo poco que sobraba y de aquí sale una blusa si corto bien la falda…

Iba mi padre a arreglarles a las monjas de la clausura de Alba las máquinas hacendosas de sus labores y recogía la sor del suelo los hilos que se caían, dispuesta a enhebrar el ahorro, el ora et labora de una excepción: el hombre en la clausura… La máquina era el modo de vida de aquellas que tricotaban la tarea en la casa dónde hacía falta otro jornal… o donde la modista, la costurera, se ganaba la vida, sola y soltera, probando a las mujeres en el modesto comedor de su casa. Mujeres que compraban bobinas de hilo, canillas, aceite para que fuera más suave la tarea constante y su máquina negra, heredada de la abuela, de la madre, siguiera subiendo y bajando sobre la tela que se guía con las dos manos. Manos que sostienen, limpias y hacendosas, la tela que se corta sobre la mesa donde se come, las líneas del patrón trazadas con una tiza que mi madre escondía, como el imán con el que recogía los alfileres, porque nada nos gustaba más que jugar en el desorden del costurero.

Era la exquisita vainica de los muestrarios de la antigua escuela, donde las niñas aprendían aquello de costurera sin dedal/cose poco y lo hace mal… Costura en las clases de hogar donde nos enseñaban a pegar botones y hacer el punto de cruz que a mí siempre me salió torcido, porque yo era el cuchillo de palo en casa de la herrera que tan bien cortaba y cosía, tejía e inventaba. Mi madre te vestía a la muñeca, te hacía un jersey de lana gorda, unos patucos y hasta un traje y sin embargo, yo a duras penas cojo un bajo después de media hora de tratar de enhebrar la aguja. Ni heredo, ni hurto, ni olvido la tarea bellísima de coser la falta, suturar la herida, juntar lo roto y como mi abuela, zurcir, exquisita, todo lo que nos falta. Es la música de mi infancia. Mujeres que cosen la vida para abrigar la casa.  

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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