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La flor que no fue y el fuego que venció

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Rómulo Peñalver. Cáceres. Festividad de San Jorge. Un relato al uso.

Cuentan los más viejos de la ciudad de Cáceres, en voz baja y con la mirada perdida entre las piedras de la muralla, que una vez un dragón oscuro como la noche y largo como el miedo descendió desde los montes para dormir bajo la ciudad. No rugía: respiraba humo y hambre. Y no caminaba: deslizaba su cuerpo como un río lento, escamado, venenoso.

Era la época en la que los tambores musulmanes resonaban desde la alcazaba y el Caíd gobernaba la ciudad con más temor que justicia. Tenía una hija, la princesa Mansaborá, que no conocía el mundo más allá de sus jardines. De cabello oscuro como los cuentos sin final y ojos de tarde triste, tejía rosas con hilos de oro y esperaba… sin saber a quién.

Una noche de luna nueva, un joven caballero cruzó la frontera con el polvo del camino en la capa y la luz en la mirada. Era Jorge, venido del norte, con una cruz en el pecho y una causa en el alma. No buscaba guerras, sino justicia. No traía espadas, sino palabras. Pero el destino, como siempre, tenía otros planes.

Mansaborá lo vio por primera vez entre las almenas, hablando con los mendigos, curando heridas ajenas y cantando historias que hacían reír al pueblo. Se enamoró en silencio. Él también la vio, como se ve una estrella entre nubes: sin esperarlo. Se encontraban a escondidas, entre fuentes y pasadizos, y prometían lo imposible.

Pero el dragón, como el amor secreto, olfatea lo prohibido. Una noche se alzó con furia, voló sobre las torres y exigió un tributo de sangre. El Caíd, tembloroso, ofreció ganado, joyas y soldados. Nada bastó. El dragón quería una flor. Quería a la princesa.

 

Y entonces Jorge habló. Desenvainó su lanza, subió al caballo y cabalgó hacia la bestia sin más escudo que su amor. El duelo fue largo como una noche sin luna. El dragón rugió. Jorge sangró. La ciudad rezó. Hasta que en un golpe último, la lanza del caballero se clavó en el pecho ardiente del monstruo, y este cayó al suelo, retorciéndose como un árbol en llamas.

Pero el hechizo no acababa ahí. La princesa, que había pronunciado palabras de amor prohibidas, fue condenada a callar para siempre. Su voz se convirtió en silencio, y su cuerpo en piedra. Desde entonces, dicen que su rostro aparece cuando llueve en las murallas, y que si alguien pronuncia su nombre al amanecer, la Mansaborá responde con un suspiro que sólo oyen los enamorados.

Cada año, en Cáceres, la historia se recuerda. El dragón resucita en papel, fuego y música. San Jorge cabalga otra vez, entre niños, tambores y tamarindos, y la princesa… la princesa vuelve a mirar desde algún rincón, esperando que esta vez el amor tenga un final distinto.

Y cuando la llama devora al dragón en la Plaza Mayor, la ciudad no quema un monstruo: quema el miedo, la injusticia y el olvido.

Porque en Cáceres, la leyenda no muere: se reinventa cada 22 de abril, en el preludio de la festividad del patrón de la ciudad de los Caballeros, Patrimonio de la Humanidad, el tercer conjunto histórico más importante del viejo continente europeo.

 


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