EDITORIAL DEx
La vergüenza que ya no se puede ocultar
En España estamos asistiendo a una deriva profundamente preocupante: cada vez son más los casos de acoso, abusos sexuales o comportamientos impropios que tienen a políticos y altos cargos como protagonistas. Y lo que resulta más inquietante no es solo la repetición del patrón, sino la normalización silenciosa con la que se intenta gestionar cada escándalo. Se ha instalado un clima donde algunos representantes públicos parecen convencidos de que la impunidad forma parte del sueldo.
Los ejemplos se amontonan. Desde dirigentes que colocan bajo su paraguas institucional a condenados por violencia machista, hasta cargos que amparan, justifican o directamente ocultan episodios de acoso laboral y sexual en su entorno más cercano. Los partidos —todos, sin excepción— se llenan la boca hablando de igualdad, de tolerancia cero, de defensa de las víctimas. Pero cuando toca mirar dentro de casa, la ética se diluye y la prioridad pasa a ser proteger el sillón.
El problema ya no es solo político. Es sistémico. Se tolera lo intolerable porque existe un ecosistema de poder, silencio y clientelismo que desincentiva la denuncia y premia la opacidad. Quien calla, asciende. Quien señala, estorba. Y mientras tanto, la ciudadanía observa cómo las instituciones que deberían representar ejemplaridad se convierten en santuarios blindados para comportamientos que en cualquier empresa ya habrían supuesto un despido fulminante.
Lo más insultante es la gestión pública de estos casos. Primero se niega. Luego se minimiza: “solo eran coacciones leves”, “fue un malentendido”, “está todo aclarado”. Después se intenta matar al mensajero. Y cuando la evidencia es ya una bomba imposible de contener, se anuncia un cese “por responsabilidad”, sin autocrítica, sin explicación, sin consecuencias reales. La política española funciona como una lavadora industrial: entra la mancha, sale el comunicado, y aquí no ha pasado nada.
Pero sí ha pasado. Pasa cada día. Y está ocurriendo delante de nuestros ojos.
La cuestión central es: ¿por qué siguen apareciendo casos? Porque no hay miedo a las repercusiones. Porque la política ha generado un ecosistema donde el poder no solo deslumbra, sino que desata los peores instintos de quienes creen que su cargo les concede una superioridad moral, emocional y sexual sobre los demás. Y también porque se ha consolidado una cultura interna de protección mutua que se activa a velocidad de vértigo cuando un escándalo amenaza al partido.
La solución no es un código ético más. Ni una foto de unidad. Ni un eslogan en campaña.
La solución pasa por romper el pacto de silencio.
Pasa por depurar responsabilidades de verdad, por impedir que el “yo no sabía nada” siga funcionando como salvoconducto político, por blindar mecanismos de denuncia eficaces y autónomos, por dejar de tratar estos asuntos como daños colaterales electorales. Y, sobre todo, pasa por recordar a quienes nos gobiernan algo que parece que han olvidado: un cargo público no es un escudo, es un contrato con la ciudadanía.
La democracia no se sostiene solo con urnas. Se sostiene con decencia.
Y la decencia se está erosionando a una velocidad que debería preocuparnos tanto como el desempleo o la Sanidad. Porque cuando los representantes públicos se convierten en protagonistas de abusos, y cuando los partidos actúan como cómplices pasivos, lo que está en juego no es un titular: es la calidad misma de nuestra convivencia democrática.
España no puede permitirse más tiempo así, construida sobre silencios vergonzosos y responsabilidades evaporadas. El poder necesita límites. Y los abusadores necesitan saber que, con cargo o sin él, nadie está por encima de la ley ni por encima del respeto debido a las personas.
Es hora de que la política deje de mirarse al espejo y empiece a mirarse al alma. Porque lo que se ve últimamente no es precisamente edificante.






