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Camina la calle medieval la senda de los oficios: caldereros, bodegueros, curtidores, cuchilleros, libreros… una herencia secular que aún se deja sentir en el Centro Histórico de la Ciudad de México donde se amontonan, una tras otra, las tiendas de los plateros, las librerías de viejo en la calle Donceles, incluso, una inacabable cola de tul que une los escaparates esperanzados de tiendas de trajes de novia donde la ilusión va pareja al mal gusto derrochando velos, escotes de corazón, chantilly de encaje para rodearse de un crujir de felices para siempre. Las calles de los gremios sirven para que se hagan compañía los comerciantes de profundas tiendas de oscuros paños, las batas blancas de los dependientes de ultramarinos con aromas especiados y sabor de otras orillas allá donde se cultiva lo que no está a nuestra mano. Tiendas con hondura de mostrador de madera, anaqueles hasta el techo y rincones secretos donde sacar, como quien no quiere la cosa, un puñado de libros diminutos, un fajo de cartas del siglo XVIII. Una librería de viejo aún tiene el aroma de lo inmutable, la página quebrada del pergamino, las costuras delicadas del encuadernador… y en La Galatea, ahí en la calle Libreros, se sabe mucho de secretos y de rincones donde huele a cola de pegar, a abanico de hojas que se abren como un arcoíris.

Se queda el centro de la ciudad para vender baratijas, atender visitantes, echarles de comer en espacios donde encaramarse en un taburete incómodo ajeno a la plática y al gusto de ver pasar la vida por la cristalera. Son los negocios que sustituyen a los ultramarinos, a las librerías, a las fotocopiadoras a las que acudíamos cuando salíamos de la facultad dispuestos a prestarnos los apuntes de una tarde somnolienta. Se queda la calle Libreros sin librería porque hay que amortizar el edificio casi histórico y uno se pregunta si no hay un empeño de la autoridad competente para mantener negocios de una belleza que hace juego con la de la ciudad, cada vez más entregada a la causa del turismo rápido.

La calle de los Libreros se queda sin libros a la intemperie de la historia y al desalojo de la belleza. Y la pequeña librería donde se amontonan los discos, los volúmenes, las páginas, las pequeñas estatuas para poner en los anaqueles, los grabados, los mapas, los mil y un detalles con los que Begoña Ripoll ha amueblado la estancia que conjura el tiempo tiene los días contados. Todo allí es hermoso y quieto, callado y entregado a la pasión del libro viejo, de la búsqueda anticuaria. Pero este negocio que tiene tanto de romántico, de mágico, de bello, de sabio no está exento de los vaivenes del tiempo, y acaba empujado por la feroz especulación y el desalojo. Y nadie, repetimos, nadie se aviene a pensar en la necesidad que tenemos de negocios que van más allá del mero intercambio de productos, negocios que adornan la calle dándole al nombre de Libreros su homenaje de impresores renacentistas, de gentes de la universidad afectas a la magia de la tipografía, a la búsqueda del tesoro, a la creación de bibliotecas de lance repescadas de un mercado de papel donde descubrir tesoros a cada paso. Ese paso que ya no desfilará por los anaqueles de una tienda tan hermosa como su nombre. Ese paso que se detiene, con calma, a hurgar en una caja de libros de viejo. Ese paso perdido hacia la falta de alma del lugar que más debía guardarla…

Fotografía: Carmen Borrego.

 

 

         


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