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PERROS EMIGRANTES: Del horror a la felicidad, pasando por Plasencia

DESTACADAPeriodismo humano
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Chelo Sierra. No, no es eso lo que uno experimenta al escuchar los ladridos lastimeros e insistentes que emiten cada uno de esos animales, como si de un coro caótico se tratara, en un intento de llamar la atención, y eso que decenas de perros ladrando al unísono puede resultar molesto e inquietante. El olor es otro de los detalles que no pasa desapercibido para alguien que entra por primera vez en el refugio: un efluvio montaraz y salvaje, una mezcla inusual de desinfectante y otra sustancia, volátil y plomiza al mismo tiempo, que se llama miedo; el miedo en forma de millones de minúsculas partículas que sigue emanando de la piel y de la memoria de todos los perros maltratados y abandonados del mundo —también de los que están aquí— y que, disueltas en el aire, producen un olor almizclado y persistente capaz de colarse por la nariz y quedarse a vivir en ella con el descaro de un okupa durante una buena temporada.

Pero no, tampoco es repelús lo que uno siente cuando entra por primera vez en el recinto de la Protectora Refugio de Animales de Plasencia. Lo que uno siente al pisar por primera vez este pequeño espacio acotado dentro de la Finca Capote, a las afueras de Plasencia, es admiración. Imposible que prevalezca cualquier otro sentimiento, porque la ilusión, la dedicación y el esfuerzo de los voluntarios que se encargan a diario del refugio se aprecia al instante, en cuanto te cruzas con la mirada de uno de ellos y comprendes, sin necesidad de explicación alguna, lo que es estar comprometido con una causa y ofrecer la vida entera por ella. Mujeres y hombres que, a base de restar horas a su vida personal, le suman dignidad a los perros que, por una u otra causa, han acabado aquí.

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Recorro las instalaciones despacio y observo que los animales están bien alimentados, que los cheniles están limpios y disponen de una zona interior para resguardarse de la lluvia, del frío intenso o del calor abrasador, y de una zona exterior de buen tamaño. En verano incluso tienen unas pequeñas piscinas de plástico en las que pueden chapotear —y chapotean— cuando el sol o las ganas de jugar aprietan: «las disfrutan un montón, son un regalo que nos han enviado desde Holanda», me explica María Salud Mateos, la Presidenta del refugio, y por su tono deduzco que el estado de sus cuentas no da para permitirse ese tipo de “lujos”, ni ese, ni otros como ropa de abrigo, o arneses que les envían periódicamente desde Bélgica.

No hay improvisación en los movimientos de Salud, Nieves, Julio, Blanca, Israel y Alea, los seis voluntarios que están ya a las ocho de la mañana en el refugio; todo lo contrario, actúan con la seguridad y la destreza del que tiene su trabajo bien aprendido: es normal, lo hacen todos los días del año. Toca limpiar las instalaciones, repartir el pienso en los comederos, reparar algunas de las alambradas que separan los distintos compartimentos y que están destensadas o presentan algunos agujeros, administrar los medicamentos a los perros que lo necesitan, toca comprobar que durante la noche no ha habido ningún percance y todos los huéspedes caninos se encuentran bien. ¿Días libres? Alea se ríe cuando se lo pregunto.

Todo el mundo necesita descansar, me justifico ante esa risa que me acusa, sin quererlo, de haber formulado una cuestión absurda. «Los abandonos y los maltratos no nos dan tregua y se producen cualquier día, da igual que sea martes, jueves o domingo, siempre tenemos más trabajo del que quisiéramos», dice, y luego añade algo que a mí, más que una obviedad, me parece una condena: «además, ellos comen todos los días». Y ya sin hacerme caso continúa a lo suyo, dando manguerazos aquí y allá, como si quisiera arrastrar hasta el sumidero mi torpeza y mi desconocimiento.

Mientras los voluntarios se ocupan de las tareas diarias, continúo la visita. Coco, una perrita mestiza de tamaño mediano, introduce el hocico negro y puntiagudo entre los barrotes de su jaula y me olisquea la mano tal vez intentando encontrar en ella el rastro perdido del que algún día, muy lejano ya, fue su dueño. Oso, un mastín enorme, se incorpora sobre sus patas traseras y, a modo de abrazo, coloca las delanteras en mis hombros, sus mimos de perrazo bueno me transmiten de forma contundente la necesidad que tiene de ser correspondido, y me conmueve. En el corralillo contiguo, una cachorra color canela, pequeña y temblorosa, se apoya con fuerza contra la pared, da la sensación de querer traspasarla y desaparecer o, al menos, pasar desapercibida, pero su desmañada técnica de camuflaje resulta fallida. «Acaba de llegar» me explica Salud, mientras la acaricia, «la recogieron unos señores que vieron cómo la tiraban ayer desde un coche en una rotonda de la avenida de Salamanca, está muy asustada. Todavía no le hemos puesto nombre».

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Y la historia termina por arruinarme la mañana. ¿Cómo es posible? Salud me mira con la condescendencia con la que se observa a un niño que aún cree en las hadas madrinas. Vale, ha debido de ser una pregunta muy ingenua. Me percato de ello en cuanto me detalla algunas de las historias, todas de una crueldad inconcebible: la de la galga Bella, la de Milagros, la de Kuga, la de Copito, la de Kira, la de Renatito… Todos tienen una. Historias con tramas tan macabras que escritas en un texto de ficción parecerían exageradas y carecerían de verosimilitud. Pero esto no es ficción: todas las historias son reales, forman parte de la impronta de estos perros y han dejado en su comportamiento huellas indelebles capaces de dar pistas sobre cómo y por quién han sido maltratados o abandonados: hay perros que tienen pavor, por ejemplo, a los hombres altos, otros a las mujeres rubias, a personas con paraguas, escobas o cualquier otro artilugio entre las manos, a gente vestida de negro, o de azul…, obsesiones que, con seguridad, se deben a unas subtramas ocultas que solo ellos conocen. El rato que hemos pasado hablando de los dramas de cada perro me ha dejado mal cuerpo: el estómago del revés y el corazón encogido, de modo que decido no transcribirlas aquí para evitar que a ti, lector o lectora, te pase lo mismo. La realidad es la que es y no sirve de nada revolcarse una y otra vez en el lodo de tanta situación dolorosa e inmoral. Intento recomponer el ánimo cambiando de tema.

DESTINO

¿Qué tal si hablamos de su futuro? En realidad, estoy aquí por eso, porque sé que la Protectora Refugio de Plasencia ha encontrado un nuevo camino, una nueva salida para sus perros. «Pretendemos que nuestra protectora sea solo una estación de paso, que estén aquí el menor tiempo posible porque lo ideal es que cada perro tenga un hogar», me comenta Salud. «Todos nos esforzamos en buscarles una familia, alguien que los cuide y los quiera para siempre». Cuando dice “todos” no solo se refiere a los que están ahora aquí.

La Protectora se mantiene gracias a ellos y a muchos otros que hoy todavía no han llegado y que forman parte de lo que podríamos llamar el equipo de voluntarios más visibles, pero también gracias a los que prestan su ayuda de forma esporádica, a los que colaboran económicamente, a los veterinarios que cobran poco y tarde, a las casas de acogida que se encargan de sacar adelante a cachorros que necesitan ser alimentados a biberón, perros particularmente vulnerables o, por ejemplo, en procesos postoperatorios; todas las ayudas son importantes, también la de los voluntarios que acuden cada sábado por la mañana a pasear a los perros, una iniciativa original y pionera que está teniendo mucha aceptación y que permite ofrecer un momento de esparcimiento a estos animales que están siempre encerrados, «vienen muchos padres y madres con sus hijos, es una buena forma de enseñarles desde pequeños a respetar a los animales».

Los cachorros, los animales jóvenes, sanos y de tamaño pequeño tienen más posibilidades de ser adoptados; por lo general, después de reiteradas campañas en las redes sociales, es alguna familia de Plasencia o de los alrededores la que se interesa por ellos y, después de un estudio de idoneidad, se les entrega el animal. Esto no es, sin embargo, una ciencia exacta, y hay muchos animales pequeños, bonitos, sanos y jóvenes que no tienen suerte y permanecen en el refugio toda su vida. Es más difícil encontrarles un hogar a los perros que sufren alguna enfermedad crónica: la leishmaniasis o la epilepsia, a pesar de que ambas se controlan con una simple pastilla al día, echan para atrás a los posibles adoptantes. Un perro ciego, cojo, viejo, demasiado grande o con algún problema de comportamiento casi con seguridad está —¿o debo decir estaba?— destinado a ser un huésped perpetuo de la Protectora. «Es muy triste ver cómo siguen aquí año tras año, sin que nadie les de una segunda oportunidad. Todos la merecemos, ellos también», le duelen las palabras a Salud como si le salieran de la garganta enroscadas en puñales. «Ahora, afortunadamente, tenemos una nueva vía para canalizar más adopciones».

A lo que se refiere la presidenta es a la gran ayuda que están recibiendo de las fundaciones europeas Galgo Save Belguium y Stichting Dierensteun La vida de Holanda, el primer país del mundo sin perros abandonados. La colaboración funciona de forma sencilla y eficaz. Las fundaciones difunden entre sus seguidores las fotos y el historial de los perros españoles que buscan familia y una vez que alguien se enamora de alguno —estas cosas suelen ser cuestión de flechazos, y ya se sabe que el amor no entiende de razas, edad o tamaños, esa es la verdadera diferencia entre las adopciones nacionales y las que se realizan en estos países: a ellos no les importa acoger a perros que aquí son (con honrosas excepciones) casos imposibles—, se prepara toda la documentación necesaria: chip, pasaportes, esterilización, certificados veterinarios, analíticas y, a continuación, se organiza el viaje a través de la Asociación de Transporte de Animales de Extremadura (Astrapex), que pone los medios humanos y materiales para ello. Fátima y Lucía se encargan de conducir “la furgoneta prodigiosa” —prodigiosa ha de ser para cumplir la exigente normativa europea y todos los requerimientos sobre bienestar animal—: aire acondicionado, calefacción, sensores de temperatura, renovación de aire, jaulas de un tamaño adecuado…, son solo algunas de las características que hacen que los perros viajen cómodos y tranquilos hasta su nuevo hogar.

Más de dos mil kilómetros separan el horror que han vivido en el pasado de la felicidad que les espera en el futuro. Un salto abisal impulsado por el vehemente deseo de un puñado de extremeños obstinados. Se suele hacer un viaje al mes en el que “emigran” unos siete u ocho perros de la Protectora de Plasencia, a los que se suman también algunos de los refugios de Guareña y Almendralejo.

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Las matemáticas nunca se me han dado bien, pero hago un cálculo mental que me resulta de lo más sencillo y esperanzador: Si hay, pongamos, setenta perros en la protectora de Plasencia y cada mes emigran ocho, en nueve meses se quedaría, al fin, vacía. Pero no, hoy no doy ni una. Enseguida me advierten de que la crueldad humana no sabe de operaciones aritméticas y avanza mucho más rápido que la solidaridad, es como un desagüe que no consigue avenar una continua tromba de agua. Me pongo positiva y pienso que, al menos, logra que no se desborde. En unos días, se inicia un nuevo viaje con destino a Francia, Bélgica y Holanda, en el que unos cuantos perros encontrarán esa vida digna que merecen. A su llegada, los recibirán sus adoptantes cargados de ilusión, juguetes, chuches y caricias. Y ellos, estos perros emigrantes deseosos de complacer a su nueva familia e incluso de ladrar en otro idioma si fuera posible o necesario, sabrán por fin lo que significa la palabra hogar, maison, thuis, o como quiera que se diga por ahí. Da igual porque es algo que en cualquier lengua se entiende igual: un hogar es ese lugar en el que hay alguien que te espera.

Me quedo unos minutos más en la Protectora Refugio de Animales de Plasencia. Los perros siguen demandando caricias, continúan ladrando sin descanso y el olor almizclado no ha cambiado. Tampoco yo, que sigo sin sentir pena, ni desazón, ni repelús. Y es que la admiración hacia los que hacen posible esta proeza no deja hueco para albergar ningún otro sentimiento. Intento encontrar alguna frase bonita para hacérselo saber, pero hoy estoy poco creativa y no se ocurre otra cosa que darles las gracias. Quizá deberíamos dárselas todos, la sociedad entera. Y me voy, ahora ya sí: lo hago con la huella de Oso estampada en mi camiseta, y la de la solidaridad grabada para siempre en el corazón.

CHELO SIERRA

Imágenes: cedidas.

 

 


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