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La calima como una niebla que nos rodea, gasa porosa de polvo que se posa sobre el mundo, lluvia del desierto que ha hecho la ruta de aquellos que dejan el mar y la mina, el pueblo donde no hay nada y atraviesan las tierras de la vergüenza para terminar vendiendo lo que no tienen para conseguir un billete hacia la muerte. Agua y arena que ahogan, el calor es ahora el recuerdo del bajo de un vestido que asoma por las puertas del armario lleno de jerseys. El verano, un helado perdido entre los glaciales del congelador. En invierno no concebimos el calor y en el estío no recordamos lo que es el frío hasta que entramos en uno de esos lugares falsamente refrigerados donde sentirnos al abrigo de los elementos… cuando no hay nada que nos proteja de todo lo malo.

La enfermedad que nos distanció y nos tapó la boca en todos los sentidos parece un eco de gripe, molestias y recuerdo de largas colas para vacunarnos ahí donde antes saltábamos de alegría en un concierto de música o en un partido de baloncesto donde ganan las chicas bajitas y valientes como Silvia Domínguez. Hay que creer en lo bueno, y lo bueno es esa cenefa de flores que adorna la ciudad, promesa de hoja, de verano, de sombra, de manga corta… y mientras, en el país de Chejov, ese que algunos niegan porque no se puede justificar la barbarie, no hay estación que no sea la muerte, la falta, la violencia. Y nuestras flores, nuestro anuncio de primavera palidece pese a su pujanza, se impone el horror sobre los rayos de un sol cubierto de calima.

El desierto feroz donde malviven las gentes empecinadas en tener un país. El país de U-cronos que pronto dejará de existir mientras destruimos todas las certezas. Una patria, una bandera, un trozo de tela que sirva de sudario o de protección contra las tormentas de arena. Los campamentos de refugiados de los saharauis y las ciudades bombardeadas del Yemen, de África, de Ucrania… el rosario de guerras que rezamos mientras pensamos en lavar el coche, sacar la mesa y poner la sillita al sol, dejarnos calentar con la mera posibilidad de lo que nos acaricia con calor la cara y los días que pasan. Es la bendita primavera, que vuelve como en la canción a imponerse a nosotros y a nuestras guerras, jugando con la calima del desierto, roja como la sangre que ensucia las últimas nieves. Es el mandato feroz de la naturaleza.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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