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El regreso de la capital rauda, que crece hacia arriba en un impulso imparable de coches y nuevas construcciones que alargan hasta el infinito sus calles inacabables, tiene un túnel que nos devuelve, bruma y abeto de montaña, el hálito del campo. Y se suceden las lomas donde surgen los berrocales abulenses, las encinas inclinadas sobre la tierra, la planicie infinita de los cereales. Queda atrás la ciudad amurallada, pequeña en su apretura de piedra gris, fría y resbaladiza, cuando se extiende el tapiz verde, ocre, amarillo, recién arado de lindes como cicatrices, de la tierra llana.

Es el paisaje constante, la mirada infinita de un horizonte que, a lo lejos, deja ver las torres y los pueblos, apretadas calles solitarias que en invierno parecen darse calor con sus hilos de humo, chimenea que vive entre los tejados yertos. Se llena en verano la calle de gentes recién llegadas, pero la primavera tiene aún una quietud de sábana que espera, tendida al sol como la alfombra verde, malva, azul y amarilla de las flores más modestas. Se suceden los pueblos como las cunetas, las medianas adornadas por la retama o la adelfa y mientras, pasa el paisaje y es la llanura un quiebro dulcificado de otero y ara, de pequeña alameda junto al río de agua, de pino que se aprieta en las copas apretadas. Es esta una tierra que acaricia la mirada, suaves lomas que se suceden, árboles que se yerguen en soledad sonora. Ha pasado, temprana, falta de espiga, la cosechadora que todo lo arranca, y ha quedado la tierra peinada de surcos de una paja corta, paupérrima… y el agua que debió correr ya no se espera, confiados en que se palien los desastres del tiempo y de la helada. Mirar arriba es nuestra desgracia, mirar abajo, a los papeles con los que medimos la incertidumbre del clima, es tarea de escribanos que se reúnen lejos, más allá de las ciudades, de los pueblos, de las casas…

¿Cómo sentir en la ciudad inmensa, la ciudad horadada, la ciudad tan bella, estimulante, feroz, avasallada, el hálito de la vida que se guarda en los jardines, en los patios verdes, los balcones de asiento y rama? Lejos de la capital, nos puede en la ciudad provinciana la proximidad del campo, el hálito ganadero, el olor del tiempo del abono, el fosfato de una tierra peinada por los tractores. Tiene la ciudad pequeña venas que son calles aptas para el paso, quizás escleróticas de terrazas, tráfico lento todas nuestras mañanas… pero es cierto que resulta amable en su trayecto, humana en su dimensión de río, de barrio, de llegada. Y más allá de una circunvalación y otra, el campo como promesa, el pueblo como amable alfoz. Es el elogio de la provincia, de la ciudad pequeña, del sitio aún cercano, a la medida del hombre su dimensión mediana.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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