estremenu
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Anibal Martin. Hace ya años que Extremadura, la eterna gran desconocida, empezó a llamar la atención del resto del país y de otros lugares del mundo gracias a su naturaleza, sus monumentos, sus tradiciones y su gastronomía. Sin embargo, en ese proceso de promoción y apertura nos hemos dejado algo en el camino, un elemento sin el que Extremadura se queda callada, en silencio: su patrimonio lingüístico. Por eso, consciente de su importancia, me lancé en su momento (y en ello sigo) a la divulgación de nuestras lenguas, a contarle al mundo que hablamos un castellano salpicado de extremeñismos, pero también un precioso portugués de frontera, rayano; una lengua hermanada con un valle, a fala; y la lengua de mis abuelos paternos: el extremeño (estremeñu). Como vengo observando que surgen muchas dudas acerca de que a esa lengua minorizada de Extremadura la llamemos «extremeño» y de que, además, la consideremos una lengua, me parece crucial abordar la cuestión punto por punto. Vamos a ello:

¿Por qué «extremeño» si no se habla en toda Extremadura?

Los pocos hablantes de esta lengua que quedan hoy se encuentran en la parte noroccidental de Extremadura; sin embargo, podemos considerar este espacio un reducto, no una excepción, ya que gran parte de sus rasgos se encuentran desperdigados por la variedad de castellano que se habla mayoritariamente en la región. En general, cuanto más aislamiento, cuanto más inaccesible la zona, más tiende la relación castellano-extremeño hacia este último (y viceversa). Pero incluso en los lugares con un grado mayor de conservación se ha abierto una brecha abismal entre la generación de nuestros abuelos y la nuestra, la diglosia ha segado en dos generaciones un porcentaje altísimo de hablantes.

Una definición para el extremeño podría ser: lengua de filiación asturleonesa, probablemente procedente del leonés oriental, con abundante léxico compartido con otros romances occidentales, como el portugués, e influencia castellana, pero con peculiaridades propias que la diferencian lo suficiente de su variedad madre como para que resulten entre ellas ininteligibles. Un nombre quizá demasiado largo para una lengua, así que habida cuenta de que sus rasgos se extienden por gran parte del territorio extremeño, y pese a que no se conserve viva en todos ellos, tiene sentido considerarla un patrimonio de esta tierra y simplificar su nombre en «extremeño» o «estremeñu» (autoglotónimo); sin restarles importancia, evidentemente, a otras lenguas como a fala (esta sí, muy acotada geográficamente) y al portugués rayano.

¿Por qué no «castúo»?

Con extremeño nos referimos hoy a la misma realidad que con la palabra castúo, término acuñado por Luis Chamizo para referirse a los campesinos. Por extensión (confusión) se utilizó para denominar su lengua. Pero es reduccionista denominar a esta lengua por el nombre de solamente una parte de la sociedad que la habla. Yo, por ejemplo, no soy castúo, no soy labrador, y hablo extremeño.

¿Cómo nos atrevemos a considerarla lengua si somos pobres?

El juego de las clasificaciones y las denominaciones de lo que se habla me resulta el más aburrido de todos. En ese continuo de hablas del mundo se han ido realizando particiones y clasificaciones que tienen más que ver con el poder y el punto de vista de quien las hace que con la realidad lingüística. Se trata de un ejercicio de perspectiva diacrónica y sociopolítica; todo, en función de donde te sitúes como observador, puede ser considerado una lengua, un dialecto, un habla de transición, etc. Así que en principio daría igual denominar a lo que se habla de una forma u otra. El problema es que a los nacionalismos potentes vinculados a un Estado no les da igual: un país, una lengua y, bueno, venga, dialectos. Las lenguas que hoy en España son cooficiales, a excepción del euskera (que ahí no colaba), han sido consideradas tradicionalmente formas de hablar mal o raro castellano, hablas, dialectos, etc. ¿Cómo han conseguido sobrevivir? Gracias a una suma de muchos factores, donde la identidad ha tenido un peso importante. La identidad extremeña es mayoritariamente española, así que está muy influenciada por los resortes del nacionalismo español, lo que ha impedido dar ese salto conceptual que permite borrar el estigma de lo que se habla y considerar la variedad propia tan apta como la nacional para la literatura, la escuela o la burocracia. También hay excepciones, claro, porque se ha escrito literatura en extremeño; de hecho, es curioso ver cómo a principios del siglo XX se percibía el extremeño como cualquier otro romance (con el apellido dialectal, eso sí), al nivel de, por ejemplo, el catalán. Joan Maragall prologa a Gabriel y Galán. En resumen, los hechos demuestran que en este país para poderte denominar lengua tienes que combatir contra el nacionalismo central y contar con un peso político que Extremadura no tiene, porque suele estar políticamente al servicio de los intereses generales (que, a menudo, ni son generales ni son los suyos; eso es otro tema). No pasaría nada si, independientemente de la denominación, lengua o dialecto, el Estado promocionara y acercara a las escuelas ese patrimonio lingüístico. O, en lo concreto, si escribiera, por ejemplo, los nombres de los pueblos tal y como los pronuncian sus habitantes (Lus Casaris, La Güetri o El Robréu en lugar de Casares de las Hurdes, Huetre y Robledo). Daría igual el nombre si existiera la misma protección y promoción. No es así. Por ello, visto todo lo anterior, y teniendo en cuenta que lengua/dialecto son conceptos extralingüísticos, tan lengua es el extremeño como el castellano.

¿Promocionamos el extremeño porque queremos ayudar a romper España?

Efectivamente. Esa es la intención cuando se reforma un artesonado mudéjar a punto de desmoronarse, cuando se apuntala la fachada de un palacio: la preservación y promoción del patrimonio equivale a romper España. Qué país tan frágil es entonces si se resquebraja en cuanto despunta su diversidad. No hay ninguna razón política en mi lucha por la defensa del patrimonio inmaterial como no la habría en la lucha por el material. Considero que las lenguas atesoran formas de ver el mundo que tienen un valor intrínseco y considero también que los hablantes vivos se merecen, nos merecemos, la dignificación de nuestro patrimonio. Nada más.

¿Somo conscientes los extremeños que hablamos esta lengua de que la hablamos?

En general no, ni siquiera yo hasta hace unos años. Siempre lo había denominado «hurdanu» y desconocía que sus rasgos se extendieran más allá de las fronteras de las Hurdes. Nadie me lo había explicado. Además, cuando leía, por ejemplo, a Gabriel y Galán, me costaba imaginarme con lo que veía escrito cómo se pronunciaba, de forma que no lo asociaba a lo mismo que hablaba yo y me parecía un pastiche. Es lo que ocurre cuando una lengua no tiene la ortografía fijada. En la escuela se enseña, en general, como un dialecto literario y prácticamente muerto; cuando no como un habla de transición (ese capricho de asignar entidad arbitrariamente a dos variedades y quitársela a una tercera). En definitiva, si tenemos en cuenta que yo soy traductor y extremadamente curioso y que, con todo y con eso, han tenido que pasar tres décadas para que disfrute de una visión integral de nuestro patrimonio, os podéis imaginar el grado de conciencia lingüística que hay en Extremadura.

Continuará.

anibalAníbal Martín es poeta, traductor y articulista.


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