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-Sucede que me canso de ser perro.

El poeta peruano César Vallejo decía que se cansaba de ser hombre… y que el olor de las peluquerías le hacía llorar… A mí me hacen llorar las noticias y me gustan los olores saturados como las viejas gasolineras y sus arcoiris en los charcos, las gomas de las ruedas y hasta el sudor del chico que me gustaba cuando tenía los dieciocho años que ahora no quiero, los años, no el chico, que a ese le sigo queriendo. Sucede que me canso de ser boba y me enfado con la desidia, la impuntualidad, la falta de empatía, me canso de ser profe, de ser madre, de ser hija, de ser la que cocina… y cuando le miro a él, entregado, feliz, pleno de pelos, entiendo que se canse de ser perro.

-Sucede que me canso de ser lo que no quiero.

A la gata coja de la casa le sorprenden los horarios nuevos, que salga su adorada ama con la mochila al hombro, sin saber si va a tener clase presencial, virtual o media-baja, que aquí somos muy versados en la clase obrera. En Cuba yo me movía por la clase poética, que era la que en vez de morirse de hambre, se alimentaba de páginas. Entonces yo encontraba los libros de Reina María Rodríguez impresos en papel de estraza con un título bello que ahora repito cuando salgo los sábados a hacer los deberes propios de mi condición de alimentadora de colonia gatuna: La gente de mi barrio. Y mi barrio, que no se cansa, se bebe la caña a mediodía, va a la compra cotidiana, se cruza y se saluda mientras Diego, el de la panadería, da de comer a los pájaros alrededor de la pequeña terraza y no puedo por menos que pararme a oler el perfume del horno, de generosidad y de periódico recién comprado ahí donde se amontonan los dulces y las gominolas. La gente de mi barrio tiene perros, tiene niños, bicis con ruedines, abuelas que se sientan en los bancos al sol que más calienta y hasta una puerta a la que llaman los que precisan de aquello que no se muestra… porque aquí donde vivo no nos da tiempo a cansarnos, como al perro de mi casa.

-Dile al Pelos que se corte esas lanas.

Al can nuestro de cada día se le enredan los pelos mientras espera a la peluquera que va al pueblo con su afilada mochila de tijeras. Mientras, sus ojos nos miran entrar y salir dispuesto a la sorpresa, a la caricia y al paseo. A él no le cansa ser querido ni ser perro y septiembre le llega con la caída de la luz y el amanecer que se retrasa. Lo suyo es el amor y no la duda metódica, la afición por las galletas que le da mi padre a escondidas y el gusto por las voces de los niños y la pelota que olvidan cuando recogen a todo correr los juguetes del patio. Es la gata coja de la casa la que tiene quizás un aire más escéptico, preguntándose por qué no está todo el día a su vera, siempre a la verita suya, la niña bonita que la rescató de la protectora. Para ella es el amor y la gloria, el poder de su mirada sabia y la prisa con la que corre, cojita, cojita a su lado cuando entra, recién estrenado el septiembre sin rutinas, preguntando por ella. Sucede que uno no se puede cansar nunca, y si es así, nunca te quejas.

Charo Alonso.


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