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Los que hemos tenido obligaciones públicas al tiempo que privadas hemos intentado
siempre compaginar las unas con las otras mucho antes de que la corresponsabilidad y la
conciliación formasen parte de un discurso político. Por puro sentido común. Nadie nos
enseñó cómo hacerlo. Aprendimos sobre la marcha desde la mayor de las voluntades y el
respeto entre iguales dentro y fuera de la pareja. A algunos les fue bien, a otros no tanto, y
de ahí el montón de divorcios que se produjeron durante las etapas de iniciación individual
porque uno, o los dos miembros, no resistieron el envite. “Las mujeres casadas cuando
entran en la política (me dijo una vez una diputada veterana) o acaban divorciándose o
dejando las obligaciones públicas”. Lo mismo sucede con los territorios.

“Quienes pretenden verlo todo con claridad antes de decidirse nunca se deciden” es una
frase de Henri-Frédéric Amiel, un filósofo suizo que vivió entre 1821 y 1881. Pero amigos,
lo extraño no es el decidirse, sino que la aplicación de patrones que funcionan en unos
sitios no funcionen tan bien en otros. Entonces si que te inunda la frustración. Porque
quieres abrir camino con herramientas análogas y no puedes, aún trabajando con equipos
humanos similares, actuando en parecidos entornos.

«»» Caceres, al final, pierde. Pierde en su clasicismo, en su falta de iniciativas privadas, en una especie de sesteo continuo de los más para dejar las cosas públicas en manos de los menos, que siempre son los mismos: los que tienen poder y los que lo ansían. De seguir todo de igual forma, la región tendrá una sola capital. Ya la tiene, sin duda.»»»

Tal como yo lo veo, y creo que lo veo cómo es, la iniciativa institucional debe ir por
delante, adelantándose a las necesidades de un lugar para que éste evolucione
favorablemente en su desarrollo. Eso exige cautela y al mismo tiempo valentía para
encarar decisiones, en un equilibrio incesante entre lo que hay y lo que tiene que haber.
Sucede, sin embargo, que cuando la iniciativa institucional se pone a trabajar, los sectores
más inerciales, bajo pretextos falsos de pertenencia y afecto a una zona, se buscan
personas que les ayuden a que no cambie nada. Y éstas lo hacen y la gente no afín mira
para otro lado, calculando que no es su guerra, que no les incumbe. Y todo se detiene. Y
transcurren los años. Y vuelta a empezar. Caceres, al final, pierde. Pierde en su
clasicismo, en su falta de iniciativas privadas, en una especie de sesteo continuo de los
más para dejar las cosas públicas en manos de los menos, que siempre son los mismos:
los que tienen poder y los que lo ansían. De seguir todo de igual forma, la región tendrá
una sola capital. Ya la tiene, sin duda.

Algunos alaban el encanto de las ciudades pequeñas. Otros no lo sienten de ese modo.
Dice un amigo que los lugares de este tipo están enfermos de tradiciones mal entendidas,
de complejos inerciales, de frugalidad intelectual, de cortedad de planteamientos. La
esclerosis paralizante de sus tradiciones -afirma rotundo- lo invade todo. Llega hasta la
juventud que se adapta y hace lo que ve hacer o huye en busca de otros aires, otros
objetivos. Pero, entonces, ¿quien tomará los relevos, quien lo hará con unas mínimas
posibilidades generales de progreso? ¿O es que el avance debe ser ese, unos pequeños
pasos de segundones? ¿Un pequeño trasvase diario desde lo rural? La pandemia ha
agudizado algunas situaciones. O simplemente ha servido para hacerlas perfectamente
distinguibles. Puede ser un buen momento de reaccionar.


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