gracia
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Debemos mucho a las generaciones anteriores. Se quiera ver o no, quienes iniciaron el camino por el que otras transitan, rompieron diques y construyeron puentes a favor de la igualdad en cada uno de los aspectos de la vida. Gracias a ellas, hoy algunas entran y salen de los sitios con libertad, acceden a puestos importantes sin merecerlo, y sin escándalo, y hasta confeccionan listas de propios para las elecciones. Voy a contarles una historia. Real como la vida.

El novio estaba muy enfadado y la novia bastante nerviosa. Pero no vayan ustedes a pensar que era por algún asunto de índole sentimental. No. Él la acompañaba a ella, que tenía que examinarse. De Matemáticas. Para mayor inri.

Era una época en la que existía la convocatoria de gracia. Así se llamaba la última a la que un estudiante universitario tenia derecho a presentarse después de suspender sucesivamente, y muchas veces, una asignatura. A ella concurrían aquellos a los que una determinada materia se les había “atragantado”. Examinaba un Tribunal formado por tres enseñantes de la misma y el tema de la prueba venía decidido, al azar, por una bola extraída de un bombo pequeño, como el usado cada mes de diciembre para los premios de la lotería navideña. En este caso, el Tribunal lo integraban tres mujeres, jóvenes e inexpertas, pero de buen corazón.

Dio comienzo el examen y la alumna, moviendo el manubrio, hizo salir una de las bolas. Cada bola numerada correspondía a uno de los temas del programa general de la asignatura. ¡Tin, tin, tin…Los números enteros! La estudiante, presa del pánico, enmudeció. Las profesoras intentaron estimularla haciéndole preguntas. Por aquí, por allá, pero no consiguieron una sola respuesta, un esquema o inicio. Nada. El Tribunal empezó a preocuparse. Creía que, llegados a este punto, lo más beneficioso era que la chica aprobase su última asignatura y se hiciera maestra. Pero no había forma de sacarle una sola palabra que justificase un aprobado. Fue entonces cuando la Presidenta, conmiserativa, arguyó: “estás muy nerviosa, vamos a detener la prueba un momento para que bebas agua y te tranquilices”, recibiendo el cabeceo agradecido de la chica. Se hizo. Permanecimos en silencio permitiendo a la examinanda moverse, aunque sin salir del aula. Pero la alumna seguía muda. Muda.

Nada se pudo hacer. No abrió la boca. Y entre lágrimas espesas, como alma que lleva el diablo, suspensa escapó. El Tribunal, frustrado como ella, guardó, comentándolo, las herramientas del examen y se dispuso a salir del edificio por el mismo pasillo por donde, unas horas antes, entraron.

Y fue poner los pies fuera del aula y caerles encima “las siete plagas de Egipto” sin restricciones. Porque el novio, que ni siquiera había saludado al entrar, comenzó a decir un montón de improperios, que salían de su boca en perfecto castellano y a toda velocidad. A voz en grito. Una ristra de insultos se les vino encima a cada cuál peor. Muy gruesos. Tremendos en su zafiedad y en su estilo. Atacando nuestra condición de mujer, algo que, de ser hombres los examinadores, ni se le hubiera ocurrido. Fue terrible. Hoy se habría podido interponer, fundadamente, una denuncia contra él por acoso, pero en aquel entonces, año setenta y tantos de nuestro siglo XX, a lo más que atinó el Tribunal fue a traspasar rápido la puerta de entrada, bajo la máxima de que nunca sale bien parado quien se detiene a argumentar con una fiera…Supongo que aún nos guardarán rencor. Yo recuerdo aquel episodio cada vez que oigo a las quejicas de turno lamentarse de la supeditación que supone que les abran la puerta de un establecimiento para entrar las primeras…y ¿saben, amigos? Hay que elegir muy bien las causas.


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