URGENCIAS1
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Hubo un tiempo en el que mi madre y yo no éramos pacientes, sino visitantes. Un tiempo en el que abismarse por el laberinto de pasillos con la energía propia de los sanos y la mirada condescendiente de los que permanecen insultantemente de pie, junto a la cama del enfermo, la voz excesivamente alta, el aire de la calle llenándolo todo… ¿Cómo estamos? Y el plural, humilde, desolador desde la almohada de la quietud…

-Aquí, en el duro banco de la paciencia.

El banco de las urgencias en este hospital de domingo por la tarde no es duro, tiene una blandura que invita al sueño, a la modorra de la gente que entra sale, aguarda la llamada de la megafonía y, a ratos, ríe y conversa porque quizás no es que estemos tan malos. Las horas pasan y el Vía Crucis de urgencias está hecho de estaciones que se suceden, lentas, exasperantes: primera caíDa, triajes; segunda estación, subida al Gólgota de la paciencia para que vuelvan a llamarte, te llamen una segunda vez, te pinchen, te radiografíen, te crucifiquen en una cama o de plano, te devuelvan a los corrales y ya se ha hecho de noche y no hay ni un taxi en la puerta.

-Me cago en el puto perro de los cojones.

Hay uno que pregunta por el perro, claro, estamos en una época en la ya lo ha dicho Peridis en el suplemento más que leído y sobado en la espera imposible: nacen más osos que niños en la montaña palentina. Por lo pronto, la chiquita sentada a nuestro lado tiene una incipiente barriga y  tose lastimosamente, la mascarilla tapando su boca, nosotros mirándola como si nos fuera a vomitar a todos el coronavirus.

Al hombre que ríe le cuelga el brazo un tanto desmanejado, los dedos de la mano hinchados que mueve mientras cuenta que salió de la ducha y se encontró rodando por el suelo mientras el perro, dejaba caer de la boca la alfombrilla que no estaba donde debía estar. Si es que ducharse es malo, dice uno, si es que tenías que haber matado al perro, dice otro. Y todos ríen en esta atmósfera callada de espera donde los móviles son el lazo que nos unen con un exterior que no existe. Hemos perdido la cuenta de las horas que pasan y por la ventana esmerilada que deja ver siluetas de palomas y tórtolas libres, cae la noche. Vámonos.

-No te puedes ir hasta que no te quiten la vía.

El catéter, estigma que nos recuerda el duro banco de la paciencia, se extrae con cierta prisa, con esa exigencia de quien sabe que le espera una noche de quejas. Oí en la radio que las agresiones a los facultativos son proporcionales al tiempo de espera. Es el resultado de la falta, la falta de personal, la falta de paciencia. Ella sale a paso de marcha mientras yo acarreo papeles, chaquetas, bolsos… esto pasa por meterle nolotil en vena… me digo mientras me despido de los que ya son casi íntimos después de tanto tiempo en el banco de la paciencia.

-El perro, vino a llorar cuando me vio en el suelo, el cabrón de él.

-La culpa la tienes tú por dejarle entrar en el baño –sentencia la mujer- ya sabes lo que le gusta la alfombrilla.

Hasta los bedeles ríen mientras ella, ajena a todo, sale por la puerta, y yo detrás, la lengua fuera, imaginándome al perro dejando soltar la pieza ante el amo caído lastimosamente sobre su brazo torcido ¿A qué esperas?

 

 


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