dinero
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Economía de subsistencia ha habido siempre; como todos ustedes saben, es aquella que
permite sobrevivir y no tiene lujos. Es como un salario vital mínimo, pero sin propaganda.
La economía de subsistencia surge cuando no hay otra opción, pero también porque su
mensaje (conformarse con lo menos) ha calado fuertemente en la carga genética de los
individuos, después de varias generaciones practicándola. Hace frente a lo frustrante y
hasta lo convierte en una forma de vida.

Hay pueblos que se desarrollan así. Imbuidos de sometimiento, y de resignación. Cuando
esto ocurre, es posible manejarlos con habilidad porque cualquier ayuda les sirve,
convencidos de que no hay nada malo en recibirlas, que les es necesaria y que, al tiempo,
no hay lugar a más. Las subvenciones, concedidas en cantidades grandes o pequeñas.
Como con los frutos más famosos del otoño, las ricas castañas, que nunca acertamos a
saber si las comemos porque están buenas o porque están calentitas. Siempre sirven.
Para saborearlas o para quitarnos el frío invernal.

A mi me parece estrafalario, disonante, incluso peligroso, aceptar como planteamiento de
máximos que no es necesario trabajar. Que se puede (y si me apuran) hasta se debe, vivir
sin hacerlo. Sólo desde este planteamiento puede entenderse que las personas rechacen
los trabajos cuando se los ofrecen y que el resto de sociedad lo entienda y justifique.
”¿Para que va a trabajar Fulanito (te dicen por ejemplo) si estando sin hacerlo, al sumar
todas las cantidades que ingresa (bono por aquí, ayuda por allá, etc) viene a recibir los
mismos ingresos?. Lógico que no lo haga”.

Yo veo una clara diferencia, en lo tocante a la propia dignidad del individuo: que si
trabajas, te lo ganas y no dependes de la caridad de nadie, empezando por la de la
Administración. Intercambias trabajo por sueldo. Produces. Y eso es equitativo; siempre lo
fue. Poco, o mucho, es tuyo, como el sudor, los callos en las manos o los quebraderos de
cabeza. Y para nada has de estar negociando, solicitando, pidiendo ‘gracias” o “dádivas”
que puedan resultar denigrantes para tu libertad íntima e intransferible. Después vendrán,
en todo caso, y si fuera menester, las reivindicaciones hacia la empresa, o el patrón, pero
siempre desde la seriedad de quien, antes, ha sabido responder competentemente, y por
tanto pide justicia y no caridad.

El otro día debatí con un conocido sobre estas y otras cuestiones. El maniqueísmo que
inunda la opinión pública hizo decir a mi oponente que, por ejemplo, la culpa del paro en
agricultura siempre la tienen los dueños de las fincas por ofrecer salarios indignos. Y lo
mismo sucede en el sector de la construcción. Y en el comercio. Y…un largo etc. El que
me hablaba, dotado de un maximalismo a ultranza, parecía ver bien que los fondos
europeos, o los impuestos pagados por quienes trabajan todos los días, tienen una
nómina o son autónomos, se empleen en mantener (con ayudas y subvenciones) de
manera sistemática y continua, a personas adultas que rechazan, una y otra vez, trabajos
legales y remunerados. Algo no funciona de manera adecuada en la estructura social
(administración, empleadores, empleados, empleo), si no existe ningún orgullo en estar
trabajando, si prima el argumento de que, si se van a conseguir los mismos ingresos, es
preferible no hacerlo. Sistemáticamente. Porque señores, maximalismo por maximalismo,
también pudiera observarse la balanza desde el otro extremo. Desde el de quienes
piensen que hay algo de victimarios y no tanto de víctimas en todos aquellos que siempre
van por la vida recolgándose de las espaldas del resto de ciudadanos. Menudo lío.


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