Por Paco de Borja, Readcción DEx, 8 de mayo de 2025.- Fumata blanca. Las campanas de San Pedro irrumpen en el cielo romano con un júbilo antiguo y universal. A las 18:07 horas, el humo blanco ha cruzado la chimenea de la Capilla Sixtina como una paloma que alza el vuelo. El mundo contiene la respiración. Hay nuevo Papa.
En una Plaza de San Pedro que hierve de emoción, bajo una lluvia de móviles alzados y oraciones silenciosas, los 133 cardenales del cónclave más diverso de la historia han alcanzado un acuerdo con sorprendente rapidez. En apenas cuatro votaciones —las mismas que en 2005 para elegir a Benedicto XVI— han dado forma a una nueva página en la historia de la Iglesia. El elegido ha reunido 89 votos: los dos tercios exactos requeridos para que se encienda el consenso y, con él, la esperanza.
Mientras la multitud aplaude, reza, se abraza y aguarda, los focos iluminan cada rincón del Vaticano. Las azoteas están repletas. Se escuchan idiomas distintos, plegarias que cruzan continentes. Hay viejos que lloran, jóvenes que corean, monjas que sonríen, y turistas que descubren en ese instante la trascendencia del momento. Entre todos, una voz destaca: la de Rosella, una italiana menuda que ha venido con su parroquia desde Perugia. “Ojalá este Papa se acuerde de los pobres. Y de nosotras las mujeres también”, dice con ojos húmedos.
A pocos metros de la plaza, sin acceso al cónclave pero con el corazón dentro de él, un grupo de mujeres ha lanzado una fumata rosa. No por desafío, sino por esperanza. “El lugar de la mujer está en el cónclave”, proclaman. Su gesto, simbólico pero potente, recuerda que la Iglesia también es hija de su tiempo, y que muchas heridas del siglo XXI atraviesan sus muros: la igualdad, la inclusión, la justicia. La fe, en su forma más pura, no excluye, sino que convoca.
La expectación crece. En el interior de la Basílica de San Pedro, el cardenal Dominique Mamberti —protocanónigo y veterano diplomático del Magreb— se prepara para pronunciar la fórmula que ha estremecido generaciones: “Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam!” La historia se repite, pero nunca es igual. Cada papa es un espejo de su tiempo, y el nuestro es un mundo herido: por guerras, por desigualdad, por la prisa de un progreso sin alma.
Lo que está a punto de suceder no es solo la elección de un nuevo jefe de la Iglesia católica. Es el alumbramiento de un símbolo. Es la elección de un pastor para 1.300 millones de fieles, pero también de un referente moral para millones que, sin compartir la fe católica, buscan aún en Roma una voz de cordura en medio del estruendo.
¿Será un reformista? ¿Un diplomático? ¿Un hombre de oración? ¿Un profeta del siglo digital? ¿Tendrá el coraje de Francisco o el rigor de Benedicto? Todavía no lo sabemos. Pero el eco de las campanas, esa música que une al Vaticano con la aldea más remota, ya ha comenzado a resonar en los rincones más humildes del planeta.
Y en ese sonido —limpio, sincero, ancestral— vuelve a abrirse la posibilidad de lo sagrado: un mundo que se hermana desde lo espiritual, que se detiene para mirar al cielo, que aún cree que el amor, la dignidad y la justicia pueden hablar en nombre de Dios.
Desde el balcón, en apenas unos minutos, un nuevo nombre marcará el futuro de la Iglesia. Y con él, tal vez también, una nueva oportunidad para la humanidad.