A
medio tiempo entre conversación y sosiego, me cuenta Bartolomé su andanza vieja
y me hace entrar en sus recuerdos; llegó a otro lugar que no era el suyo cuando
apenas los años le apretaban las piernas y los horizontes se le hacían largos
como la esperanza; llegó a poner su música en otra parte, a contar atardeceres
desde la arena, a volcarse en un paisaje nuevo y febril. Y se puso pinturero
hasta enamorarse y en este lar cálido cumplió sus hazañas, calculó su
descendencia por cuatro veces y forjó anhelos para los suyos.
Bartolomé
nació en Almoharín y muchos son los días en que le aparece su nacencia
extremeña; me habla con su acento, aún intacto, su modal sereno, su humor de
secano, su estampa de elegancia, su risa, su indiferencia por casi nada.
Pregunto si ha llegado, cursando mi broma del aperitivo, y me recibe burlón y
tierno. Y, juntos, le ponemos cada día mística de manzanilla a la vida.
Desea
Bartolomé mucho más que cumplir años, tiene un ideario de cercanía que le
implica inventar pensamiento itinerante para seguir buscando y encontrando a
todos los suyos; a quienes se quedaron, a quienes se fueron, a quienes aún
conservan la nobleza de su cruz de estirpe en el anagrama de su identidad.
Indaga y realza su esfuerzo hasta unir lo perdido y empalmar sus sueños
completos aquí al lado de este mar ya suyo, sin consentir siquiera un minuto de
olvido de su pueblo, a sus higuerales y a sus frutos.
Bartolomé
Cruz tiene estímulos de entusiasmos y constante alma para todos sus empeños y
sigue espulgando en su hemiciclo del tiempo empeñado en encontrar las huellas de los suyos, quizá para
fundirles con abrazos.