En las décadas de los cincuenta y sesenta, los seres humanos que padecían alguna limitación física y/o intelectual eran denominados “subnormales”. Después se les llamó “minusválidos”. Mas tarde, “discapacitados”. Y en la actualidad, se emplea este último vocablo o el de “personas con diversidad funcional”. Evidentemente se ha evolucionado mucho en este sentido. Pero lo realmente importante es que, a su vez, se haya progresado en otros sentidos; porque en ser llamado de una u otra forma, no radica la integración de dicho colectivo, sino en que cada uno de sus miembros sea un individuo más de la sociedad en que vive y de la que, al igual que el resto de los ciudadanos, forma parte.
En aquella lejana época se consideraba una lacra para su familia y para la sociedad al mal llamado “subnormal”. Éste apenas salía de casa. Y muy pocos “subnormales”, tras haber emprendido una cruenta lucha por escolarizarse, conseguían ocupar un pupitre en la escuela pública. Hoy la “persona con diversidad funcional” tiene acceso a la universidad y puede disfrutar de su tiempo de ocio.
Mas… ¿hemos llegado a la meta? Desafortunadamente, no. Aún queda mucho camino por recorrer. Nos es prácticamente imposible acceder a ciertos locales públicos por falta de rampas, circular por muchas calles a causa de bordillos que nos impiden adentrarnos en las aceras con nuestras sillas de ruedas sin la ayuda de otra persona, viajar en autobuses interurbanos sin acompañante… También sufrimos injusticias, como la de pagar más dinero para disfrutar de un espectáculo. Por todo esto, hemos de seguir luchando día a día. Y no rendirnos. Nadie mejor que nosotros podrá defender nuestros derechos.