Ahora, cuando ya se desmontaron las calabazas y los macabros carteles en nuestros centros educativos, en las sedes de las amas de casa y de otras variopintas asociaciones, nos permitimos darle un repaso y un rapapolvo a la tan traída y llevada fiesta del Halloween. No seremos nosotros los que le sigamos la corriente al que fuera director de la comisión litúrgica de la Conferencia Episcopal Española, Joan María Canals. Este clérigo cuasi amenazó, en su día, con las penas del infierno a los padres que invitaban a sus hijos a disfrazarse en la jornada del Halloween, tildando a esta fiesta de “pagana” y “anticristiana”. Allá los cristianos y los paganos con sus devociones y sus obligaciones.
Nosotros, con todos nuestros respetos a todos esos compañeros de fatigas (profesores de inglés) que a sana fe consideran que su deber es hablarle a sus alumnos (jamás inculcarles) sobre esa manifestación propia de la cultura anglosajona, queremos poner a algunos (o a algunas) al borde de un ataque de nervios y poner el dedo en la llaga en lo que de festejo y de negocio entraña ese montaje de truculentos aires.
Y decimos “festejo” porque consideramos que el Halloween se ha convertido en una parodia de sí mismo, enfocado a la mera diversión y olvidando la vertiente ritual, que es donde se albergan sus valores etnográficos y antropológicos. Aquella manifestación ancestral no solo se contemplaba como algo festivo, sino también y de manera primordial como algo cultual. Pero, con el tiempo, ha ido degenerando y se ha reconvertido en un divertimento más del ocio y la cultura consumista, si es que a ésta se la puede llamar cultura. Aquella Fiesta del Fin de Cosecha o Fin de Verano (Samhain), que llevaban a cabo ciertos pueblos europeos (ojo con el término “celta” o “celtois”, que puede dar lugar a muchos equívocos y ser manipulado sin rigor alguno) a finales de octubre, ya no es ni sombra de lo que era.
Los días siguen siendo más cortos y las noches más largas en esta época del año. Bajan las temperaturas y los ganados descienden de las montañas. Bien lo dice el refrán que corre por gran parte de Extremadura: “Pol loh sántuh, la nievi en loh áltuh, y pol San Andréh, jahta loh piéh”. El tiempo y el tempero puede que se hayan resentido algo (¡ay del cambio climático!), pero más se ha desvirtuado la tradición anglosajona desde que, en 1921, se iniciasen en EEUU de Norteamérica las masivas concentraciones de enmascarados y puestas en escena tremebundas y terroríficas. Hasta el país del Tío Sam había llegado la tradición de la mano de los emigrantes irlandeses. La “yankización” supuso un hachazo a aquella “All Hallow,s Eve” (“Víspera Santa”) que fue toda una adaptación de la cultura anglosajona a la universalización que de la efeméride de Todos los Santos decretó el Papa Gregorio IV en el año 840. Se internacionalizó el Halloween gracias al cine y a la televisión y los grandes almacenes comenzaron a hacer su agosto. La “cultura” del consumismo, hija bastarda del capitalismo, se frotó las manos y engordó aún más a cuenta de una manifestación que ya había enterrado los mimbres cultuales de los pueblos sajones y había devenido en un frívolo fruto estadounidense.
Si nosotros, españolitos de a pie, ya tenemos nuestras propias variantes de aquella universalización impuesta por Gregorio IV, ¿para qué queremos una mala copia del Halloween? Para poner al mundo patas arriba y disfrazarnos, ya tenemos nuestros carnavales. En nuestras tierras extremeñas, los rituales en torno a la conmemoración de Todos los Santos, también cargados de muchos elementos festivos, han venido gozando de buena salud, llámense “Magóhtuh”, “Chiquitíah”, “Moragáh”, “Tosántoh”, “Borrajáh”, “Corrómblah”, “El Conqui” o “Lah Pantáhmah”. Quien no lo crea, que se venga con nosotros el primer o segundo sábado de noviembre a la alquería jurdana de El Mesegal, cuando celebramos por todo lo alto el rito y el mito de “La Carvochá”y “La Chicharrona”. Hogaño, los vecinos de esta pequeña aldea de Las Hurdes nos recibieron con bandejas de dulces tradicionales que, según los pueblos, los suelen denominar “matajámbrih” o “jartabellácuh”. Luego, vino la catarsis ritual, para que todos los presentes, ayudados por las invisibles ánimas de los antepasados jurdanos, dejaran su vieja piel y se embutieran en otra nueva. Por algo, para los antiguos pastores de este legendario territorio el año comenzaba ahora, cuando las noches son más tenebrosas y había que encender la “jogará” para insuflar fuerzas al sol y evitar que se escondiera para siempre.
Lógicamente, no vamos a permitir que nadie nos prostituya estas reminiscencias que forman parte de nuestras raíces y de nuestra identidad como pueblo. No queremos sucedáneos vertebrados por el dios mercado, el que hace de las personas meros títeres, conformistas, desclasados, vasallos y sin la chispa y la gracia que propician la solemnidad, los ceremoniales y el espíritu festivo acrisolados por una tradición autóctona, de siglos.