Nunca supe lo que decía aquel señor – El cura -. Yo acudía a misa por mandato divino,-el de mi madre-, y me aburría enormemente, sobre todo cuando tenía que confesarme, ¿que pecados podía tener un niño de once años?. La mayoría de las veces me los inventaba, algo tenia que decirle a aquel señor, que no hacia mas que preguntar. ¿ Y quien le preguntaba a él ?. – Claro , que esto último, yo, no se lo preguntaba a nadie, porque intuía que la colleja seria instantánea. Que fea costumbre tenían los adultos de responder con collejas a aquellas preguntas para las que no tenían respuestas.
En realidad, yo iba a misa por las cinco pesetas que me daba mi madre, imagino que era la recompensa por estar pacientemente sentado en el banco de la iglesia, levantarme y arrodillarme sin saber por que, simplemente porque aquel señor desde el púlpito lo mandaba. Lo mejor de todo , era cuando decía:
– Podéis ir en paz.
Entonces, intentando ocultar nuestra alegría, todos los amigos,- unos cinco o seis que nos sentábamos en las ultimas filas – nos mirábamos, y a pasos cortos y nerviosos, salíamos disciplinados de la iglesia.
Una vez en la calle, la carrera hasta el kiosco de las golosinas, siempre invariablemente la bolsa de pipas y los caramelos de rosa. Después la llegada a casa y la cara de satisfacción de mi madre.
Si, aun recuerdo aquellas mañanas de domingos.