“Raquel y Ángel entraron por separado en aquel coqueto restaurante italiano, como si de una cita clandestina se tratara. A los dos les gustaban los juegos y hoy era un día distinto, ideal para un juego. Cumplían cincuenta años de casados, todo estaba preparado minuciosamente. Raquel compró un elegante traje de chaqueta. Una vez que se había probado al menos diez se decantó por uno azul marino de firma, muy caro por supuesto. Para que Ángel no la viera hasta la cita en el restaurante se vistió en casa de su hija, después de ir a la peluquería. Morena, delgada y alta, Raquel conservaba una belleza especial que no se veía perjudicada por las arrugas. Con sus sesenta y nueve años de vida aún llamaba la atención. Al salir de la casa, su hija esbozó una sonrisa de complicidad viendo a su madre tan guapa, con el pelo arreglado, el traje nuevo y las mejores joyas, ilusionada al máximo por ir a una cita con su padre.
Frente al espejo, cuando se estaba afeitando, Ángel ponía cara de pillo, igual que un chiquillo a punto de hacer una travesura. Dejaron la celebración familiar para el fin de semana, así los hijos y los nietos podrían acudir. En el programa del sábado una misa y una comida, pero era miércoles y la noche se preparó solo para ellos dos. Una cena, un paseo, una botella de cava en casa. Frente al espejo, Ángel ponía esa cara de pillo porque sabía que tras las risas, los recuerdos y el cariño, habría besos y caricias hasta donde llegaran sus cuerpos. No obstante, el paso de los años tenía hecho su trabajo natural y esos cuerpos ya no estaban para excesivos trotes.
A pesar de sus setenta y tres años él conservaba la figura, era apuesto y las canas que le pintaban de blanco las sienes conseguían un atractivo especial. Intuía que ella iría de azul, el color favorito de su esposa. Pensando en complacerla, para no desentonar, compró una camisa y una corbata también azules, claro. Se puso su traje oscuro más nuevo. Echó mano del perfume que ella le había regalado en el último cumpleaños. Un perfume fresco, muy suave porque odiaba los aromas empalagosos y densos. No tenía muchas joyas. Llevaba el reloj marca Mont Blanc que recibió de la familia en las bodas de plata y el prendedor de corbata de oro con el escudo de su apellido. La madre de Ángel regaló con mucho esfuerzo, poco a poco, un pasador de corbata con el escudo del apellido a los hombres de la familia. Nunca le gustó llevar prendedor, lo hacía solo en contadas ocasiones. Hoy era esa ocasión especial y también una manera de tener cerca a su madre que tanto les ayudó cuando se casaron. Hace años que murió pero no pasa ni un solo día sin recordarla.
Raquel fue caminando despacio hacia el restaurante pues no distaba en exceso de la casa de su hija. Nerviosa como una jovenzuela en su primera cita, pensaba en la familia, en él. Dudaba que se hubiera puesto la ropa adecuada porque esta vez ella no le había preparado lo que tenía que ponerse. Su amor por Ángel había ido evolucionando con el paso de los lustros. Al principio sentía un hormigueo en el estómago al verle. Ahora rayaba la devoción al sumar recuerdos, compañerismo, afecto y cariño por él. Raquel había organizado cada detalle con cuidado, sabía que saldría bien. Aquella cena para celebrar los cincuenta años de matrimonio con el hombre de su vida sería perfecta. En casa también dejó todo en orden para lo que vendría después.
El restaurante se encontraba situado en la calle Betis, junto al río Guadalquivir. Las paredes estaban pintadas con motivos romanos y el techo de azul cielo. Resultaba muy acogedor porque no era demasiado grande. En cada mesa un pequeño centro de flores y una vela, de fondo sonaba suavemente la música, los débiles puntos de luz indirecta iluminaban sin estridencias creando una atmósfera sutil. La suma de cada elemento conformaba el ambiente perfecto para una cena romántica. Fue recomendación de su hijo mayor. Consultaron dónde ir a cenar en el día de su cincuenta aniversario de boda y el hijo mayor se encargó de hacer la reserva.
Quedaron a las nueve porque prefirieron cenar temprano. Cuando él entró no había casi nadie en el restaurante. Una vez confirmada la reserva para dos personas a la entrada, eligió una mesa apartada, justo al final del local. Pidió una cerveza mientras la esperaba pues sabía que Raquel llegaría tarde, como siempre. Entretanto una avalancha de recuerdos asaltaron en tropel su memoria: la noche que la conoció en aquella playa le conmovieron sus ojos tristes, el intenso noviazgo, el nacimiento de los hijos, las muertes de la familia, las operaciones y los hospitales. Los recuerdos se apartaron en cuanto ella entró. La veía caminar hasta él, era su esposa, madre de sus hijos, compinche fiel de cada día, tan elegante y bella que le hizo sentirse muy orgulloso. Poco antes de que llegara a la altura de la mesa elegida Ángel se levantó para recibirla. Se saludaron con un beso en la mejilla y él le colocó bien la silla al sentarse. Como su marido, Raquel también pidió una cerveza. Jamás hacían uso de la opulencia por la noche. Carta en mano entre los dos acordaron una cena suave: entrada compartida y un plato para cada uno. La entrada consistía en unas bolsitas de marisco, hechas con pasta quebrada y crema de queso en el interior, con una ensalada ligera de acompañamiento. Ella eligió un pescado a la plancha y él carne al punto, sus platos favoritos. Para beber, una botella de vino italiano, Lambrusco rosado muy frío. No quisieron tomar postre para no abusar.
En aquella mesa faltaron la prisa y los rencores porque no existían. Sin cuentas que saldar, ni reproches, ya que muchos años atrás, quizás desde el principio, se convirtieron en cómplices de un largo viaje lleno de aventuras. La memoria de tantas cosas vividas en común les hacía volver a disfrutar de los mejores momentos, de las anécdotas más graciosas. Surgieron naturales las miradas de amor, incluso pícaras, según los vericuetos por los que discurriera la conversación, y de vez en cuando se acariciaban las manos. Terminada la cena, salieron también cogidos de la mano para dar un paseo por Sevilla. Es increíble que después de tanto tiempo aún les gustara caminar uniendo sus manos. Hacia una noche de verano espléndida, sin el calor intenso de Sevilla en julio. Una brisa fresca que corría desde el río Guadalquivir ayudaba. Cruzaron el puente de San Telmo, dejando a la izquierda la Torre del Oro, camino del centro de la ciudad por la Puerta de Jerez. Llegaron hasta el Archivo de Indias y le dieron la vuelta a la catedral. Aunque no era demasiado tarde, entre el cansancio y el temor a los peligros de la noche, se subieron a un taxi para volver a casa.
Ángel preparó las copas y el cava. Lo dispuso todo con cuidado en el salón, junto a un ramo de flores impresionante que compró para ella y Raquel aún no había visto. También sacó unos bombones porque los dos eran golosos. Ella pasó finalmente al salón y se quedó sorprendida por las espléndidas rosas rojas, fundiéndose con él en un cariñoso abrazo. Terminaron la botella entre brindis, no pararon las risas, cogidos siempre de la mano. Quedaron los dos un poco abatidos por el largo día, el paseo y el alcohol ya que no estaban acostumbrados a beber. La velada fue perfecta y maravillosa. Ni siquiera los achaques físicos que nacen con los años lo impidieron. Pudieron más la ilusión y el amor. Pasaron después algunas cosas más antes de que se quedaran dormidos y hasta donde no llegaron los cuerpos alcanzaron sus almas. Entraron por separado en el restaurante pero salieron juntos. Juntos, como habían vivido los últimos y azules cincuenta años”.
Del libro “Historias azules” de Fernando Ángel Lumbreras García, Ediciones Alfar (2013)
http://www.youtube.com/watch?v=5_WkxChXa1w