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LIBERTAD, UN HALLAZGO EN MÉRIDA

OPINIÓN
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Ha
llegado la primavera de improviso. Camino de la capital de Extremadura, los campos
aparecen pletóricos de verde y de flores de jara. Llego a la estación de la que
tantas veces partí. Torno a la plaza, junto a la concatedral de Santa María. A
esa hora, primeras de la tarde, los niños salen del colegio e invaden las
aceras de la calle Félix Valverde Lillo, mi calle de hace años. La cruzo. Tomo
una paralela por la que tantas veces pasé. En el caminar me encuentro con el
compañero al que tanto admiro, quise y defendí. Dos veces compartí mesa y
mantel con él; le hice una entrevista; escribí artículos sobre él. Me reconoce,
nos saludamos; pero nada más. Sus correligionarios le han confundido sobre mí.
Gustaría de una charla pausada con él, con algún otro compañero, que defienden
el diálogo por encima de la tozudez y de la cerrazón; pero no ha lugar. Todo
pasa y todo queda,/ pero lo nuestro es pasar,/ pasar haciendo caminos/ caminos
sobre el mar», como diría Machado. Le han engañado y confundido quienes
pretenden vivir a su costa. No se resignan a conocer la verdad: solo desean su
verdad frente a la de otros, que no detentaren otra verdad, sino su verdad,
pero no la verdad. Ha terminado la hora para el que tantas horas de trabajo
diere en la capital y para quienes no tuvieren el trabajo como norte y guía,
sino como atajo para el bien vivir y quienes se lo consienten.


Volver
a la capital es retornar al pasado reciente de nombres, afanes y recuerdos. Ver
un Guadiana expansivo, las pequeñas calles de la ciudad antigua, a las que
volviere desde Nueva Ciudad; ver de nuevo a Octavio Augusto y a Agripa; los
puentes Lusitania y el Romano, que cruzare andando y en coche. Retornar a
Mérida es como volver a una Pompeya resucitada de sus cenizas, aunque viere
locales cerrados «por jubilación» y otros quizá por descanso semanal,
como «La Taberna de Sole», a la que tanto recuerdo.


Voy
al encuentro de un compañero y recuerdo a decenas de ellos perdidos en el
camino. Llamo a dos antes del reencuentro: me responde uno tan solo. Hubiere
deseado más tiempo para verles a todos y abrazarles; pero solo tengo un tiempo
y un lugar tras los versos del carmen 85 de Catulo: «Odi et amo, quare id
faciam, fortasse requiris. /Nescio, sed frieri sentio et excrucior.» (Odio
y amo. Quizá te preguntes por qué hago todo esto. /No lo sé, pero siento que
así ocurre y me torturo»). El amor y la pasión, o el desencuentro de
deseos opuestos: la ternura y los celos, el egoísmo y el desinterés, en
traducción de Octavio Paz. Entro en el local. Una campana anuncia mi llegada.
Sale el amo y me acomoda. Memoro: fue el lugar de la última cena en Emerita
Augusta. Hago unas llamadas. Me encuentro en casa. He vuelto a oír una voz que
no escuchare hacía cinco años. Me ha faltado oír la otra voz, la que se quedare
sin mi habla y su otra habla. Tantas otras allí encontradas y perdidas, sin
tiempo ya para otra espera.


Entonces,
como si fuere en la escena del teatro –¿pues, qué teatro, sino el Romano,
cerrado aún el «María Luisa»?– aparece ella, toda de negro sobre la
viva blancura de su efigie romana. Su nombre es Libertad. ¿Libertad?,
interrogo. «Quiere decir que usted nació después de la Constitución,
verdad? Me lo ratifica. Mi amigo me dice que pertenece a la asociación local
para la recuperación de la memoria histórica. Tan joven y trabaja en la
resurrección del pasado, haciendo honor a su nombre. Observo su cara y fuere la
viva imagen de una matrona romana, como si de un retrato más de «La mirada
de Roma» se tratare. Se lo hago ver. Asiente, orgullosa de su pasado. Va y
viene Libertad atendiendo las peticiones de sus clientes. De cuando en cuando,
sin parar de hablar con mi amigo, mi mirada torna hacia ella y no paro de
admirar su efigie romana. Mi interlocutor me lo reafirma. Ha terminado la
comida. Todo servido ya, los amigos de Catulo comen ahora los productos de su
huerta. No deseamos irnos sin despedirla. Llamamos a la puerta para decirles
adiós. Se levantan todos y, por última vez, aparece Libertad, como si esperare
un requiebro del verso de Catulo: «Libertad, amo tibi multum» (te
quiero mucho, Libertad), porque en tu Mérida, me has devuelto una parte de la
Mérida de mi pasado; presente y pasado en tu joven memoria; negritud de tus ropas
sobre la blancura de tu faz. Libertad que transmites felicidad en un mundo que
devuelve la espalda al amor y no halla la felicidad que se fue y no vino, pero
viva en tu sonrisa…, entre la vieja y Nueva Ciudad, de tantas labores y
miradas. Fui a buscar solo una, Libertad; pero hallé tres: la tuya, la que vi y
escuché e incluso las que faltaren…, aunque echare de menos, entre los dos
ciudades perdidas y halladas en una tarde de primavera en tu «Tabula calda».



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