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Lucía solo tuvo unos instantes para decirle adiós a la vida en aquella funesta y calurosa tarde veraniega porque todo pasó muy deprisa. Como suele suceder, las peores desgracias nunca tienen buena explicación y lo ocurrido tampoco la tiene. No hay quién conteste con acierto al infantil. Por qué tuvo que pasar lo que pasó…


Lucía andaba por los treinta y pocos. De su físico, solo aquellos preciosos ojos azules habían servido para atraer a los hombres pero no para que alguno de los escasos que pasaron cerca de su alma la hiciera verda­deramente feliz. Sin embargo, el rostro y el cuerpo no eran en absoluto despreciables. Le gustaba arreglarse, estar presentable, incluso cuando se quedaba en casa por si recibía alguna visita inesperada salvo cuando hacía mucho calor. Esa encomiable constancia de que hacía gala le valió para tener su carrera universitaria y, un par de años después, aprobar una oposición. Miste­riosamente ahorró lo suficiente para la entrada de aquel pequeño apartamento en el sevillano barrio de Triana. La ausencia de su padre, muerto de forma prematura en accidente de tráfico cuando era muy niña, le hizo forta­lecer su carácter. Mantuvo, a pesar de ello, la dulzura y la ingenuidad pues le eran innatas.


En aquella funesta y calurosa tarde veraniega Lucía no había querido ir con sus amigas a la piscina. Una estú­pida riña con una de ellas hizo que prefiriera quedarse en casa. Al principio breve siesta, luego algo intrascen­dente en televisión, después le tocó recoger la cocina, planchar y ordenar la ropa. Las horas se le hicieron interminables. El sudor manaba constantemente por su piel mientras iba haciendo cosas por la casa. Necesitaba una refrescante y reparadora ducha. Nada hacía pensar que sería su última ducha.


El apartamento de Lucía era pequeño. Ese interés por la decoración y un millón de ojeadas a cientos de revistas consiguieron que se aprovechara cada rincón de manera ordenada. Poco a poco iba introduciendo novedades, en función de sus cortos recursos económi­cos. Lo último había sido la reforma para la que otra vez estuvo ahorrando demasiado tiempo: el cuarto de baño nuevo. En tonos azules marinos y celestes, los baldosi­nes, los sanitarios y accesorios eran de diseño. Sus her­mosos ojos no desentonaban en el cuarto de baño sino al contrario. Parecían existir para quedarse allí eterna­mente.


Con los años la chica se ganó ser el ejemplo que siempre ponían las madres de sus amigas. Ella distaba, sin embargo, de la repelencia y la ñoñería que suelen caracterizar a tales ejemplos. Vivía pendiente siempre de la madre viuda, de los demás. Vinculada a los gru­pos de su parroquia, también a una ONG de ayuda al Tercer Mundo. Nunca se negaba a echarle un cable a quién se lo pidiera. En las formas también era prudente. Sin voces o aspavientos, palabras malsonantes o salidas de tono. Lucía derrochaba moderación en cualquier cir­cunstancia, tanto que a veces exasperaba a quienes la rodeaban.


Aquella nefasta y calurosa tarde veraniega Lucía estuvo yendo de un lado a otro del apartamento casi desnuda, en ropa interior. Ni siquiera pudo aguantar la más fina camiseta con el sofocante calor que estaba haciendo. Como no tenía aire acondicionado de vez en cuando paraba y se plantaba delante de un pequeño ventilador. Al terminar las tareas domésticas fue a la cómoda para coger una muda limpia. Ya en el cuarto de baño, se miraba en el espejo y puso un gesto de incom­prensión por el tonto enfado con su amiga. Una discu­sión estúpida tuvo la culpa. Adquirió el compromiso, enfrente del espejo, de que al día siguiente hablaría con ella y lo resolvería. Finalmente se desnudó, tiró su ropa interior al suelo y entró en la bañera para refrescarse. Aunque no podía saberlo, entró en el baño para tomar su última ducha.


Un grito seco de horror recorrió el apartamento de Lucía cuando su madre la encontró muerta. Ese terri­ble grito se escuchó también por la escalera del edificio. Hablaban varias veces al día y casi a diario se veían un rato. La madre de Lucía tenía llave del apartamento. Al no poder contactar con su hija, muy preocupada por­que no era normal, pasó a verla. Gritó de un modo vio­lento. Le fue imposible reprimirse cuando vio a su niña sin vida, tirada en el cuarto de baño, con un extraño escorzo y la mitad del cuerpo en la pequeña bañera. Su preciosa cabeza reposaba sobre el borde del bidé. Tenía los ojos abiertos. Nunca olvidaría esa mirada última y azul de su hija porque le transmitió paz. Debió saber que se moría pero se fue en paz. Al principio, aquel pen­samiento le ayudó a sobrellevar la falta de su niñita del alma, la única hija que tuvo. Sentía entonces un extraño alivio por ello pero con el discurrir de los años no era capaz de sacar aquellos ojos de su mente y se convirtie­ron en una obsesión.


El agua caía sobre el rostro de Lucía para seguir mojando todo su cuerpo. Ella notaba el alivio del calor y no había pensamiento alguno que turbara el placer de la ducha. De vez en cuando se daba la vuelta. Propi­ciaba que el chorro le diera en la cabeza ordenando su pelo, masajeando el cuello, los hombros y la espalda. Las cosas transcurrían con normalidad. El agua hacia su efecto refrescante. Lucía disfrutaba con los ojos cerra­dos cuando notó que algo rozaba su tobillo. Abrió los ojos y súbitamente toda ella se convirtió en pavor. Cada uno de los músculos se contrajo. El paso atrás del pánico la hizo resbalar, cayendo y golpeándose el cuello con el borde del bidé. Qué más da por dónde entrara la pequeña y maldita serpiente; por la ventana que daba al patio o por la puerta. Qué más da si Lucía yacía muerta para siempre. La pequeña y maldita serpiente recorrió el inerte cuerpo de la chica, muy despacio, antes de huir sin dejar huella con un cansino zigzaguear.


Las investigaciones policiales fueron breves pues se impuso la teoría del resbalón. Inmediatamente quedó descartado el suicidio. Lucía era una chica feliz y amaba la vida. Tampoco se encontró la típica nota con su adiós. Nada estaba revuelto y nada faltaba. El móvil del robo carecía de sustento ya que el apartamento permanecía ordenado, las cosas de algún valor estaban en su sitio. Sin indicios de lucha, violencia o agresión sexual. No se le conocía novio o ex novio reciente. La postura del cue­llo, justo en el borde del bidé, evidenciaba un accidente. Tampoco se encontraron más pistas, ni rastro alguno que permitiera abrir otra línea de investigación.


En aquel nefasto y caluroso día veraniego del 11 de julio de 2010 Luis ya amaneció nervioso. España jugaba la final del Mundial de Fútbol de Sudáfrica. La mañana del gran partido estuvo revisando su colección de rep­tiles sin darse cuenta, por las prisas, de que le faltaba una pequeña serpiente del acuario. Lucía vivía en el piso de al lado. No había querido ver el fútbol con él, desechando su invitación. Luis era algunos años mayor. Soñaba con ella pero Lucía jamás quiso tener ninguna relación con él. Era un hombre mediocre en demasia­dos aspectos, incluso la manera de intentar ligar con ella era anodina. Escaso de pelo, sin chispa, bajo de estatura, papada generosa, gafas pequeñas y con algunos kilos de más. Luis nunca fue el protagonista y para una vez que lamentablemente tenía ese papel nadie se entera­ría. Quizás pretendía salvar tanta vulgaridad con un toque excéntrico: su colección de reptiles y anfibios. Es evidente que los animales, en sus cárceles de cristal, no tenían más remedio que aguantarle.


Unas milésimas de segundo, unos minutos o unas horas. Hay posibilidades de tener un tiempo antes de morir en el que somos conscientes del final y el de Lucía fue mínimo. Lo normal hubiera sido que no averiguára­mos por qué su rostro presentaba esa extraña paz que también se veía en las fotografías que la policía tomó en el escenario de la muerte. La paz que tanto llamó la atención de cuantos estuvieron vinculados al lamenta­ble deceso y pudieron advertir in situ en el rostro de la muchacha. Lucía se llevó el secreto a la tumba en un principio, pero quedó desvelado años después. Su madre, ya anciana, acudió a una vidente de medio pelo, bola de cristal y labia adornada, como su ancho cuerpo. María Luisa hacía tiempo que ejercía, engañando y aprovechándose de la incultura. Gozaba de alguna pequeña facultad pero llevaba meses sin una experien­cia fuerte. Se puso nerviosa, muy asustada en aquel pequeño cuarto, casi a oscuras, mirando a una madre en busca de una explicación. La vidente tuvo unos chis­pazos en su mente, fotogramas de una película aunque muy reales. Defendió la presencia de otra persona en el cuarto de baño cuando Lucía murió. Por los minucio­sos detalles que aportó la madre de Lucía, no tuvo nin­guna duda de que se trataba de su marido muerto en accidente de tráfico y por fin consiguió lo que tanto iba buscando: la misma paz que mostraban los ojos de la hija muerta. Supo entonces que la muerte fue in blue, su color favorito: en el flamante cuarto de baño azul, con su idolatrado padre sonriendo y tendiéndole la mano para ayudarla en el viaje definitivo. Los ojos de su hija no la engañaron ni viva ni muerta.


Esa noche Luis, tras el inolvidable partido y el gol de Iniesta, estuvo muchas horas de fiesta. Llegó de madrugada a casa habiendo trasegado bastante alco­hol. No quedaba ya rastro de la policía, tampoco de los curiosos o de la familia y los amigos que pasaron por el apartamento. Ni siquiera se enteró de lo ocurrido en el piso de su vecina. Al día siguiente se celebró la primera victoria de España en un Mundial de fútbol y el país entero fue una fiesta. En realidad, el país entero no. Un pequeño grupo de personas estaba de entierro. Los asis­tentes lloraban con profunda tristeza en el último adiós a Lucía. Esa chica joven con toda la vida por delante, que no tenía que haber muerto aquella funesta y calu­rosa tarde veraniega aunque tuviera una muerte in blue. ¿O tal vez sí le había llegado su momento?


 

Del libro “Historias azules”, de Fernando ángel Lumbreras García. Ediciones Alfar (2013).


 

http://www.youtube.com/watch?v=5_WkxChXa1w


 

www.azulpoesia.com

 


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