estación. Una estación marca a un pueblo y a una ciudad. Solo una de ellas, y
ese pueblo, esa ciudad, fueren más pueblo y ciudad. Hibernan durante el resto
del año, a la espera de su estación. Lejos de sus pueblos, de su ciudades, hay
hombres y mujeres que esperan ansiosos su estación. Otros muchos ven pasar las
estaciones allí donde moran, sin otro horizonte que el diario de los días y
quehaceres.
Los urbanitas aman el pueblo; los
ruralitas, ansían un día ir a la ciudad. Los hombres y mujeres del interior no
han visto quizás el mar; no verán nunca ese horizonte por donde sale el sol y
la luna crece; por donde, de cuando en cuando, un pequeño velero surca sus
aguas y, ahora, anclado, busca su pesca. No hay para los hombres de interior
otra sorpresa mayor que llegar a la costa y descubrir la quietud e infinitud
del mar; como quizá para los hombres de la mar, descubrir la quietud y el
silencio de la dehesa extremeña.
Hubiere en España pueblos hermosos,
perdidos, ignotos; y otros, abiertos a la mar, con el horizonte inabarcable
donde la vista no alcanza. Hemos conocido, por igual, esos pequeños pueblos de
interior y los pueblos de pescadores convertidos en emporios turísticos de
verano. No han perdido estas ciudades, estos pueblos de pescadores de antaño,
que triplican su población en verano, sus orígenes de pueblo, su grandeza de
ciudad.
Un lejano día, un amigo, fervoroso
de ese rincón, nos habló de un pueblo de pescadores, de esa belleza de ciudad
en verano, a la que fuimos llamados el año en que Perico Delgado ganare en 1988
el Tour de Francia; y tornamos a ella desde entonces, pendientes de ver el mar,
la ciudad que nos hechiza, nos llama y reclama, como en los versos de Alberti:
“Gimiendo por ver el
mar,
un marinerito en
tierra
iza al aire este
lamento:
¡Ay mi blusa
marinera!
Siempre me la inflaba
el viento
al divisar la
escollera.”
Hay en Andalucía un pueblo de
pescadores convertido en ciudad, como tantos otros de España. Censa, fuera del
estío, algo más de 71.000 habitantes; en verano, 250.000. Hemos visto crecer
esa ciudad antes de la crisis y en ella: cada dos años, un nuevo hotel, un
nuevo aparcamiento subterráneo, un nuevo monumento en su Paseo Marítimo, nuevos
aparatos metálicos y de madera para gimnasia en sus playas.
Fuengirola es un sol de ciudad. Lo
dice su lema turístico; lo proclama ella misma tras dejar atrás los recovecos
curvilíneos de la N-340, por la avenida de Carvajal, entrando desde Benalmádena
Costa, amparados por las Sierra de Mijas. El Sol sale por Fuengirola antes que
por Antequera y, tras pasar ambas sierras, el astro rey se adueña del valle
andaluz todo.
Es ciudad, cada día más. Pero pueblo
aún en su segunda y tercera línea de playa, con las pequeñas casas de
pescadores aún en pie. Más ciudad en sus infraestructuras, ya en la playa o en
el río; en sus nuevos edificios públicos, como el ayuntamiento, con una gran
plaza abierta ante él, con bancos y árboles y, cómo no, con aparcamiento
subterráneo.
Mucho hubiere que ver su alcaldesa
en el devenir de su ciudad. A finales de los ochenta, en precampaña electoral, se acercó tres veces a
la sede de su partido, que halló cerrada. Dejó una nota bajo la puerta con su
nombre y teléfono, y esta melancolía. “Soy… Así no ganaremos las
elecciones”… Fue llamada a capítulo; presentó sus credenciales; la incluyeron
en la lista; salió elegida concejala. En el 91 fue elegida alcaldesa, hasta que
en el 93, una moción de censura la apartó del cargo. Diputada al Congreso ese
mismo hasta 1995, en que fue elegida alcaldesa por mayoría absoluta desde
entonces hasta hoy en los sucesivos comicios. Diré su nombre y apellidos:
Esperanza Oña Sevilla.
En precampaña y campaña electoral,
Oña visita a los hoteleros y comerciantes de la ciudad. A todos conoce y
saluda, como a Miguel, quien tiene una foto con ella en su bar “Tango”, de Los
Boliches. Espe es un ángel en su ciudad, un sol en el sol de la ciudad, que tiene,
además, en su corporación una concejala para los Extranjeros Residentes, Katja
Westerdahl, y un extremeño, Javier García (Villamiel, 1973), licenciado en
Derecho por la Uex.
Antes de la salida del sol, el Paseo
Marítimo se puebla de paseantes y deportistas: unos hacen footing, otros
pasean, otros van en bici acompañados por sus perros… Mientras, la brigada
verde va dejando el paseo como los chorros del oro y de paso, como cada año,
los turistas reconocen a la mujer morena, la cordobesa Carmen, la mejor
limpiadora de la ciudad, a quienes reconocen y saludan:
–Buenos días, Carmen…
–Buenos días, corazón…-, responde
atenta.
Cada año, también, echamos de menos
a quienes nos dejaron desde el último año: a Juan, el hamaquero de “La
Ponderosa”, cuyo negocio continúa su hijo Alexis; al comandante del bar de
Miguel, en Los Boliches; pero también nos reencontramos con Elena, en Gate
Plaza, que sirve desayunos a los madrugadores con su eterna sonrisa, y donde
está la peña de Juanito, el entrenador del Mérida fallecido en trágico
accidente; con Olga, en “Nabuco”…
Fuengirola vive y se ensancha con
esta gente humilde, pero grande, como su alcaldesa, y con quienes la pusieron
en el mapa de España: Theresa Zabell, regatista y medallista olímpica; María
Barranco, actriz; Joaquín Salvador Lavado Quino, dibujante; Juan Gómez Juanito y Jesús Gámez,
futbolistas; Anni B. Sweet, cantautora; Antonio José Galán y Miguel Márquez,
toreros; Manuel Gómez López, pintor-ilustrador; Valeriano Claros Guerra,
director de la Agencia Espacial Europea; Julio Anguita, ex coordinador general
de IU…, como ella, Esperanza Oña, en “un sol de ciudad”.