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Que el mundo es aún un proyecto se acredita por el usual
desorden que sustancia los esquemas primarios que le son pilares de sostén y
cimiento de empaque. Estos son movibles, frágiles, muy vulnerables para servir
de un asiento de garantía, exento de cualquier derrumbe a la menor agresión; la
falta de solidez de los principios se somatiza en las raíces enfermas de los
mimbres institucionales e individuales hasta pudrirlos. Ahora que hemos
sobrepasado un meridiano de importancia
 
advertimos que estábamos colgados de alfileres débiles y el mundo
diseñado –con exceso de pesadez y engaños- no ha respondido al envite, se ha
caído a un vacío no programado. Los depredadores le han mutilado la vida.

         Y ahora, qué hacer desde este subsuelo inerte sin decencia
ni compromiso para devolverle la consistencia o inventar una nueva operativa
capaz de aguantar la masa completa con sus horizontes, sus mercancías, sus
megaestructuras, sus indolencias y sus embargos; qué hacer para que se parezca
algo más a un mundo. Allá donde los depredadores no existen, en esos espacios
lejanos, en las insólitas laderas del desconocido universo, la materia está
compuesta de una primigenia armonía imposible de alterar, ni tan siquiera
siente desastres estelares o advenimiento de constelaciones nuevas, el sistema
es tan armónico como para asimilar las adversidades sin perder el orden
universal. En esta maraña nuestra el declive se percibe a diario, en tonos
negativos siempre, la existencia de vida en el planeta que nos soporta ha deteriorado
ostensiblemente el ámbito hasta decrecerlo, hasta convertirlo en páramo
“fractal” de inseguridades.


         Qué hacer, entonces, no solo para el difícil alcance de la
supervivencia medianamente digna, sino incluso para la restauración del medio a
los efectos de convalidar las cuotas de mejoría imprescindibles para el confort
adecuado; qué hacer, entonces, sino seguir remando.

 


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