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Los modos del ruego
proceden de épocas ancestrales y se han propagado a través de las religiones,
conviniendo todas en su necesidad como fórmula para establecer una especie de
paz con el dios rogado y un medio de desahogo de pesares que se consideran
inundan pensamientos y sentimientos del individuo. Es en esencia terapia,-colectiva
o personal-, para el confortamiento del espíritu que acude a la plegaria en
petición de sosiego, a veces ofreciendo algo a cambio, a veces comprometiéndose
a extraños cumplimientos, todo para lograr un estado de vacío de culpa que
evite su propia alteración mística.


Del adónde irán los
rezos nadie se pregunta, no existe metodología religiosa que ofrezca respuesta
más o menos coherente con la realidad. De para qué sirve la oración tampoco se
cuestiona y ni un revés han recibido las religiones de alguien que haya probado
su ineficacia. El rezo es un consuelo íntimo que desde el silencio y la
reflexión ayuda a permanecer un tiempo consigo mismo y colabora en el estado de
felicidad deseado; una terapia, como dijimos, para solventar aquello que no se
sabe solucionar de otra manera tan a mano y tan fácil de utilizar como esta.


Los rezos no tienen
lugar de llegada, no solucionan el hambre del mundo, no ayudan a impedir una
guerra ni llevan oferta de magia capaz de milagrear. A los santos o dioses a
quienes se dirigen no están atentos al misil de los ruegos en tono diario,
dando cuenta real de ello, -como auténtico hecho científicamente probado- la
continuidad de la desmejoría de la especie y del lugar donde esta habita, a
pesar de la infinidad de plegarias, rezos, oraciones y ruegos que tantos seres
humanos dirigen como útiles en la salvaguarda de la paz, la felicidad, la
armonía mundial, etc. Toda una vida rezando no ha conseguido saciar el hambre
apenas una sola vez a un cualquiera ser necesitado.


Con el rezo no se
quiebran miserias, solo se engañan conciencias.


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