Quizás el Guadalquivir haya cantado las tardes triunfales de Joselito y Belmonte, cuando se llevaban sus aguas los olés en las verónicas y los naturales, que olía a azahar y a clavel, en plena consagración de la primavera con un sonido de Vivaldi, mientras España ya era un ruedo ibérico, esa machadiana sentencia de “españolito que vienes al mundo / te libre Dios: / una de las dos Españas ha de helarte / el corazón”. He ahí el símbolo, la representación de las “dos Españas”, volcán de verónicas y naturales. La España de sol, la España de sombra, el proletario en tendidos de sol y la burguesía en los de la sombra. España, España, siempre las dos…: la de Joselito y Belmonte; la de Manolete y Luis Miguel; la de “El Viti” y “El Cordobés”, representación dramática que hasta llevaría a los hombres de rosa y oro o de azul y plata a levantar el puño en los tiempos convulsos de la contienda incivil o el saludo fascista en la posguerra.
Cuanto mito, rito y símbolo se esconde tras esa hora lorquiana: consciente e inconsciente, los números – el cinco, tan taurino es, por ejemplo, para la escuela pitagórica, un signo de unión, ahí donde nacen las grandes faenas. Cuanto mito, rito y símbolo nace en ese hontanar de arena donde brotan los olés y las verónicas. Hasta un libro, ya agotado, he escrito sobre esa visión inédita del toreo – el mito, el rito y el símbolo -, tras muchas redondas y cursivas que dejé en las páginas abecedarias, compartidas con las crónicas de Díaz – Cañabate. Antes se decía que cada español llevaba un torero dentro y quizás así sea…; que muchos han soñado con un paseíllo y con la luna en las noches de estío, lo mismo que “El Cordobés” cuando toreaba, tras adentrarse, subrepticiamente, en la finca de mi añorado amigo Alonso Moreno de la Cova, en su predio cordobés de Palma del Río; y Manuel Benítez representaría la transgresión, la heterodoxia que lleva el mito, incluso con la rigidez de la Dictadura y la transgresión del “salto de la rana”, como quien rompe los sacros principios de la Tauromaquia de para templar y mandar, regla de oro del toreo donde el número tres tiene tantos significados. Sin embargo, frente a esa transgresión del ídolo de Palma del Río, el toreo de Domingo Ortega, que alguien vería más en consonancia con la República. Manolete era un estoico en esos volcanes de olés y verónicas, y, amorosamente, un transgresor amoroso, por ejemplo, en los baños alcarreños de posguerra con su amante, reflejado en un plácido paseo en un Platero y, a sus lomos, la belleza de “Lupesino”. Siempre recordaré una corrida de Antonio Ordóñez, y cómo la viví en su casa, con su mujer, Carmen Dominguín – hermana de Domingo y Luis Miguel -, pendiente del teléfono. Y qué decir, en síntesis, de las madres. Doña Angustias, la madre de “Manolete” decía: ”Cuando torea mi hijo, yo toreo con él”.
Tras el arte que emana del hontanar del ruedo, yace la grandeza y la miseria del hombre de luces, la pasión y la embriaguez, el valor y el miedo, la sangre y el sacrificio. Y todo esto frente al simbolismo del toro,” fuerza creadora, fogosidad irresistible, inmolación religiosa como la sublimación de los mitos”, según Eisenstein.
Todo este rito de seda y oro no exento de sacrificios, este arte de jugar toros, de superstición, del abanico que ahuyenta los malos espíritus, de la montera o realización de los deseos…, cuanto de mito, rito y símbolo lleva el torero en esa lucha contra el toro; y que significa la intrahistoria de los héroes de las cinco de la tarde; y que lo he vivido tanto y tan cerca hace ya años. Asistí, por ejemplo, cómo vestía el mozo de espadas de “El Viti” al matador, en aquella habitación de hotel en la Castellana madrileña, poco antes de una corrida en San Isidro. Qué penumbra, que hablaba el silencio, sobraban, por tanto, las palabras, ante aquel altar de imágenes y el rito de apretar los machos y, sin embargo, algo muy íntimo nos unía a esa ceremonia, ceremonia de sacrificio, qué religiosidad. Santiago, Miguel – extremeño, por cierto – y cómo lo vestía, qué rito – y yo contemplativo -; y aquella luz tenue que se colaba, tibiamente, en la habitación. Cuando bajamos en ascensor, apareció la mujer de Santiago y ella le dio un beso y emprendimos el camino a Las Ventas. Oh, ese beso… ¿podría ser una traición?, que, en ocasiones, el toro siente celos… Todo era silencio sacro. Y, otro tanto, me ha pasado, en varias ocasiones, con Andrés Vázquez y con otros diestros.
Como reza el Eclesiastés, todo tiene su tiempo y ahora lo veo con un tono de mirada de óxido y descolorida, sin embargo, muy gozoso y vivido. Abriré mi esportón y, en el color sepia de la memoria, veré a los toreros como a Dioses, no recuerdo quien lo decía; y esos ratos de silencio eclesiástico durante los tentaderos; y estar con Victorino Martín a un tiro de piedra de sus toros, él que salvó la vida, milagrosamente, tras cruzar el río Árrago con varias cornadas; y aquel tentadero en la finca salmantina de Alipio Pérez Tabernero, con sus patillas, hombre romántico, del romancero – no hablo de años; hablo de épocas -. Y Florentino Díaz Flores, buen amigo, qué inteligencia.
Y mi viaje a los toros del fado, donde, lejanamente, escuchaba las notas de la nostalgia o gozaría con el mejor rejoneador portugués, Joao Nuncio, que llevaba a sus toros tras su Land Rover, o la noche en que Fernando Palha lidió, bajo la luz de la luna, una vaquilla; y soñaría con una sonata de luna de Debisi o aquella estancia en la casa de campo del Infante da Cámara – había una habitación para Don Juan, el Conde de Barcelona – y ahí dormí yo -, todo muy horaciano, que sonaban los grillos y yo oía fados que me cantaba Amalia Rodrigues, muy lejanamente, junto al río Tejo – Tajo – que se sumía en nostalgia, abría la belleza de sus aguas y se moría, mansamente, en el estuario del Tejo.
Recordar es volver a vivir y, gracias a ti, lector, comparto / compartimos la grandeza de la palabra, aquel joven al que quizás llevaran las musas a hombros, que anduve por la tierra más rica de Portugal – no sé cuántas hectáreas -; y hasta estuve “perdido” quizás en el estuario, hasta llegar a la casa de Camoens, antepasado de mi amigo Fernando Phala, y me dejaría, tal vez, un recuerdo para que lo leyera e hiciera mía…, de gozo su gran obra: “Os Lusiadas”.