Plaza de Santa María, tan vuestra, tan mía, donde en la portería de la Diputación, descubría un mundo nuevo como una fantasía, cuando vería al gobernador militar como un ser de otro orbe, tu, chiquitín, que venías con tus pies de barro, de surco y labranza, de dolor y pena, casi rozando el mundo maldito – y bendito de Las Hurdes -, rostros verdes de posguerra, España de estraperlo. Plaza heráldica del Conde de Canilleros y la estrafalaria marquesa de Valencia en pantalones, ignorante de su fervor monárquico, enemiga del General Franco, los Mayorazgos y escudos y blasones, plaza bella entre las manos de plata de orfebres y hiedras, eco de laudes y latines, vencejos y cigüeñas.
Pasarás por los escenarios del séptimo arte, tu belleza Carmen Sevilla y el galán de Alberto Closas, “Fierecilla domada”. Plaza burocrática, Diputación y el olor a comida en la casa del conserje, cuando me enamoré de las piedras como ánades de un nuevo mundo, tócala Vorsak, tócala, para que los palacios abran al mundo su hidalguía, vuelen las cigüeñas y los vencejos y veas al clásico / romano, tallador de lo que queráis, Enrique Pérez Comendador y su San Pedro de Alcántara, con tu rostro escultor, con tu rostro.
En un restaurante madrileño de la calle Velázquez, durante un almuerzo, se reconciliarían los dos grandes escultores extremeños, liricos del barro, poetas del mármol, orfebres del metal, apretarían sus manos de hierro, Juan de Ávalos y Enrique Pérez Comendador. Este ha dejado su museo a su querido y bellísimo Hervás –“en Hervás, judíos los más” -, dicho con inmenso cariño, donde la belleza hace encaje con sus manos, en calles y plazuelas. Aquel Hervás, tan mío, tan veraniego para aliviar estíos, tan comunicativo, postalmente hablando, cordón umbilical para que llegaran, hasta nuestros pagos, los besos sellados de nuestros amores, en el viejo “Hispano Suiza” de aquel gran personaje – he olvidado tu nombre, perdona -, y lugar de pleitos, y el tren ruta de la Plata, el que llevaba nuestros sueños a la Universidad de Salamanca.
Pero todo lo bello, se marchita y, a veces, en un ataque de romanticismo, busco en las viejas vías las ilusiones que el viento se llevó, los veranos con sabor a cereza y a sombra de castaños, en ese puerto tan tortuoso como bello, el de Honduras.
Aquel Hervás de pleitos, cordón umbilical para cartas con lápiz de labios y sueños románticos de estío. Hervás de Enrique Pérez Comendador y Magdalena Leroux, ejemplar pareja, enamorados de corazón y arte. No se puede entender el uno sin el otro, fundidos por el azar del arte, hechos de sol y granito, la obra derramada por ambos, el Gabriel y Galán del paseo de Cánovas, donde Valeriano Gutiérrez Macías y otros románticos dejan, cada año, las petunias de unas metáforas.
En la muerte de Enrique Pérez Comendador, Rafael García Plata (q.D.g) dejaría, una vez más, su vitalidad y bonhomía en el luctuoso momento en el que Enrique sacaría su pañuelo y diría adiós a la vida como un Tosca tan amante de la Ciudad Eterna.
Cuánta obra de Enrique y Magdalena en ese museo de Hervás, Palacio de Dávila – creo que unas seiscientas piezas -, más la derramada por otros lugares. Con ese legado, enaltece la belleza de cuantos contemplen sus obras, que Hervás ha recogido en su regazo, como al hijo que vino a su vida a cantarle la gran lira del arte de la piedra, el mármol y el metal, la que naciera de unas manos, nobles y artísticas, nacidas para acariciar la mirada, ahí, cerca de donde Víctor Chamorro llora, con las hojas amarillentas del otoño, la ausencia de su musa, Maite.
Qué duro es el final del camino, de un modo más especial para el artista. Este Hervás, que nos deja un otoño color sepia, lejos ya – desaparecido – de aquel de vida y juicios, el Hispano Suiza que finalizaría su recorrido en Casar de Palomero y, siempre, tras los cristales, querías /queríamos descubrir un rostro que alegrara nuestras horas, si era una mujer, mucho mejor – pero, entonces, qué raro era que las mujeres viajaran solas -, más las cuatro letras del novio a la novia o de corazón a corazón y dibujarías, quizás, una flecha. Así es el alma del hombre: un árbol que puede florecer en primavera y llorar, con las hojas, en otoño.