Nada más despertarme, me ha asomado al alfeizar a ver qué me han dejado los Reyes. La calle era otra, muy distinta, bajo una luz de luna y rumor misterioso del conticinio de la noche. Todos, hombres y mujeres, quizás durmieran soñando sin pensar en que, al despertarse, uno de ellos, se acordaría de la interpretación froidiana de los sueños, bajo el alba de las sábanas o la luz tenue del fanal de unos campesinos o, por qué no de la luna, en el misterio como tantos otros que envuelven, en sus gasas, la esencia y presencia del hombre; y recordaría esa noche lejana de la infancia llena de sueños, soñador de ilusiones en una retina clara y esperanzada, de Reyes de Oriente, de palmeras – cuando yo no era alto de mirarlas, como un Miguel Hernández pequeñín -, que tal vez dormirían con sus ramas desmayadas en el botánico jardín de Elías Durán, en Villanueva de la Sierra. Quizás siga la misma luz plateada de la luna, como hace muchos, muchos años, yo vería esa moneda grande buscando quién sabe que hucha donde descansar, y la vería como sólo la ven las pupilas de los niños, las retinas inocentes de los niños, mientras coqueteaba con la presencia /ausencia de mi madre, con un juego que sólo nos gana el tiempo, un regate en el inmenso misterio nocturno. No sé cómo mamá cubriría, humildemente, mis pequeños pies, ausentes, en aquellos zapatitos de posguerra, unos caramelos, un caballito de cartón, unas perras gordas como si la luna las hubiera colocado, durante un profundo primer sueño, sobre el alfeizar de la ventana y ella esperaría al inquietante durmevela para engañarme. Esa noche no era la misma noche de siempre, entre otras razones, porque pasarían los Reyes Magos sin hacer ruido, los caballos con sus cascos envueltos en algodones sobre aquel suelo empedrado de la calle mayor, y se oían los grillos, cantaría, tal vez, algún que otro gallo y la tos de papá sonaría en el silencio, majestuoso y monacal, de la noche, hasta que el sueño te recogería, aladamente, en sus brazos y te dejaba entre las sábanas blancas y frías, con una incipiente moneda de sol que hería la luz cuasi plateada de la noche, como una moneda que crecía con las campanas del reloj del Ayuntamiento. Una de esas noches, mi madre no supo sortear el misterio del sueño y la sorprendería junto al alféizar. “¡Fuz ¡– exclamó disimulando – qué hace este gato!.” Sí, como si se hubiera colado y esperara algo, vamos, que la había “descubierto”. “¡Los Reyes deben estar al caer, hijo mío, o se habrán retrasado!. Además, hay tantos niños en esos pueblos..!”. Y el sueño, desconsoladamente, me devolvería a la cama. No obstante, al despertarme de nuevo, iría al balcón y recogería “mis Reyes”. Aquella sorpresa – la de mi madre y el fu de los gatos -, me desvanecería mis sueños y, entonces, la ilusión desvaneció mi sueño de esos tres hombres montados en sus camellos.
Ahora he recordado ese amanecer, que quizás fuera el mismo, con esa magia conque abre el alba la mañana, lenta y esplendorosamente, y hasta, casi seguro, el alba sería el mismo. Mi madre voló al Paraíso. Y, desde entonces, no olvido esa desilusión, por más que pienso en “no olvides nunca el niño que fuiste”. A pesar de todo, es una ilusión clara en la noche oscura, un aliento feliz del alba, en la infelicidad del engaño, lo suficiente como para seguir viviendo en el gran teatro del mundo.
Recuerdo ceniza en la memoria, cuando hace muchos años, muchos, vería al gran César González Ruano – inmenso escritor – en el desaparecido café madrileño “Teide” y vería las últimas cuartillas de su artículo:”¿Qué nos traen los Reyes?”. ¿Qué nos traen, don César?, le pregunté. Y me contestaría: “Los años nos van resumiendo. Precisando. En la alta noche de Reyes no pedimos nada nuevo a su generosidad. Les pedimos un raro y milagroso regalo: qué nos dé vista clara para ver con gozo todo lo que nos dieron antes y que solo ahora comprendemos y amamos con desesperado temblor.
— ¿Qué hay en la chimenea?
— Ceniza.
¡Ceniza, bendita ceniza!¡Constancia gris de tanto rubio fuego! Gracias, Señor, por este enorme regalo de Reyes. Procuraremos merecerlo. Merecerla. Merecerte, Señor, Rey de los Reyes.”
Juan Antonio Pérez Mateos es escritor y periodista.