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LA MAGIA NAVIDEÑA

OPINIÓN
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El reloj del Ayuntamiento emitió siete campanadas justo cuando María salió de su casa. Hacía ya un buen rato que, en aquel veinticuatro de diciembre, las luces artificiales iluminaban las calles del pequeño y tranquilo pueblo donde vivía la muchacha.  Ésta elevó su mirada: el cielo estaba coronado de luceros y estrellas; dichos astros le parecieron más hermosos y refulgentes que los de otras muchas noches del año. También los blancos rayos de la luna brillaban con intenso fulgor. Sintió que, de pronto, una inmensa paz embriagaba su corazón mientras una oleada de viento frío le golpeó la cara y las manos. Tras taparse la boca con una gruesa bufanda, colocarse debidamente los guantes y subirse la cremallera del abrigo, bajó el umbral y empezó a andar por la acera.

 

Pese a la gélida temperatura exterior, caminaba despacio y se detenía de vez en cuando a mirar las luces navideñas que, a la vez de irradiar, embellecían los céntricos barrios de la población. Tampoco desaprovechó la menor oportunidad que tuvo para contemplar los escaparates de las tiendas, en los cuales se exhibían al público adornos y productos típicos de esas fechas. Decenas de villancicos se esparcieron por su alma y otros muchos sonaron en sus oídos, pues a esas horas bastantes grupos infantiles daban serenata. Se sintió viajando por todo el universo en una nube de felicidad. “¡Viva la magia navideña! –exclamó para sus adentros varias veces seguidas–. ¡Ojalá que siempre fuese Navidad!” –deseó con vehemencia.

 

Tal como acordara con sus padres, tras haberse divertido un rato con las amigas, María regresó a su casa a las nueve en punto. Al igual que los otros comensales mayores de catorce años, ella hubo de trasladar algunos platos y bebidas desde la cocina hasta el comedor. En la amplia mesa había langostinos, entremeses, pavo, dulces, turrón, caviar… Nada faltaba. Y la familia estaba al completo. Incluso Adolfo había acudido a la cena. Hacía algún tiempo que Adolfo no pisaba la casa de su cuñado, ni éste la de él; pues habían discutido varias veces y ambos eran algo rencorosos. Sin embargo aquella noche daba la impresión de que tanto uno como otro había olvidado sus diferencias y conversaban amistosamente. La joven se alegró profundamente de verlos tan unidos y, creyéndose autora de tal unión a la fecha marcada en el calendario, repitió para sí las mismas frases que un par de horas atrás.

 

Los veinte comensales degustaban aquellos alimentos despacio para saborearlos bien. No había prisa por terminar la fiesta. Bebían, charlaban, reían y cantaban villancicos sin parar. Se querían mucho. O, al menos, eso parecía.  Lo cierto es que poco después, bien por el excesivo consumo de  bebidas espirituosas, debido al egoísmo humano, o a las dos cosas, Adolfo y el padre de María empezaron a discutir como en otras ocasiones.

 

 En el informativo de una cadena de televisión dieron dos nefastas noticias: un indigente había muerto de frío la noche anterior en una urbe cuyo nombre carecía de importancia para la joven y, en otra ciudad española, un cohete había explotado en el tejado de una casa, produciendo algunos desperfectos en dicha vivienda.

 

La alegría de María se transformó en dolor. La chica dejó de comer y se marchó a su habitación procurando que los demás no descubrieran que de sus ojos brotaban lágrimas. Su familia opinó que aquello se debía a un cambio de humor propio de la adolescencia. Y, sin pedirle explicación alguna ni reprocharle nada, la dejaron abandonar el cuarto. Inmediatamente se acostó en la cama pensando que la magia navideña sólo será posible cuando el verdadero amor inunde cada corazón humano.


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