Digital Extremadura
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De súbito ha irrumpido en mi mente una historia que, algunos años atrás, me contó una pariente de la edad de mi madre. En tal relato vi reflejada la sociedad rural de la lejana época en que ocurrió. Lo más fielmente posible, he decidido narrarlo a continuación para cuantos quieran leerlo.

 

El tren del tiempo discurría por un agreste paisaje de los años cincuenta del pasado siglo XX. Mi pariente era, por aquel entonces, vecina de las protagonistas de esta historia: María Rosa y Teresa. Las dos nacieron casi al mismo tiempo, vivieron de solteras en el mismo barrio, compartieron los mismos juegos y, a veces, los mismos juguetes, asistieron al mismo colegio…Fueron grandes amigas. Y con ambas mantenía mi prima muy buena relación, especialmente con Teresa. Ésta, en plena juventud, enfermó de tuberculosis.  Tanto la enferma como todos sus seres queridos entristecieron al conocer la noticia. Pues la tuberculosis en aquellos años era una enfermedad de muy difícil curación, e incluso en algunos casos, provocaba la muerte. Al acostarse, levantarse y, sobre todo los domingos en Misa, María Rosa pedía a Dios por la pronta y total recuperación de su mejor amiga. También, cada vez que tenía oportunidad, preguntaba a cuantas personas pudiesen informarla sobre el estado de salud de la enferma.  Pero no se atrevía a traspasar el umbral de la casa de Teresa. María Rosa prefería pensar y que pensaran sus conocidos que no visitaba a su amiga por temor a interrumpir el necesario descanso de la tuberculosa. Pero, en realidad, el motivo no era otro que el miedo a ser contagiada.

 

Una tarde, cuando Teresa se hallaba ya en estado convaleciente, María Rosa, por fin, llamó a la puerta que debería haber llamado mucho antes.

 

Nada mas entrar en la casa, la enferma, con el más alto tono de voz que su debilidad física le permitía, exclamó:

 

–¡Dichosos ojos que te ven! –hizo una breve pausa para tomar aliento y añadió–: Pensé que no volvería a verte.

 

–Todos los días he preguntado por ti y he pedido a Dios para que te recuperaras –trató así de disculparse.

 

–Sí, pero…

 

–No he venido a verte por no interrumpir tu reposo –dijo sin apenas levantar su mirada del suelo. Tal vez sintiera vergüenza de mirar a su interlocutora a la cara.

 

Teresa sabía el verdadero motivo por el que su amiga no fue a visitarla, y le dolía. Pero al mismo tiempo se dio cuenta de que, probablemente, ella hubiera actuado de forma similar.

 

–Siéntate –dijeron casi al mismo tiempo Teresa y su madre.

 

María Rosa tomó asiento al lado de su amiga, a quien encontró bastante más gorda, pero muy pálida y débil.

 

Tan débil estaba que, al poco rato, cuando a la paciente le entró ganas de evacuar, necesitó la ayuda de su madre para levantarse de la silla y recorrer los aproximadamente quince metros que la separaban del lugar destinado a tal menester. Se tropezaba a cada paso con las rollizas del pasillo de casa. Y tardó casi cinco minutos en llegar al cuarto y sentarse en aquel retrete de cemento, típico de la época. Cuando terminó de hacer sus necesidades, se lavó las manos con agua  y jabón en una palancana. Y, a paso lento,  retornó junto a su amiga tan exhausta como quien  acaba de realizar un gran trabajo físico.

 

–Tienes que alimentarte bien –dijo María Rosa al ver a Teresa sonrosada y sudando.

 

–Sí, eso es lo que hago –repuso ella en cuanto hubo recobrado el aliento suficiente para hablar.

 

–¿Qué has comido este mediodía?

 

–Sopa de fideos, elaborada con caldo de cocido, dos chuletas de cordero y un gran vaso de zumo, hecho con naranjas recién exprimidas y endulzado con abundante azúcar.

 

–¡Caldo de cocido y chuletas de cordero! –exclamó bastante extrañada y algo molesta.

 

–Sí ¿De qué te extrañas?

 

–Hoy es Viernes Santo.

 

–Yo estoy enferma.

 

–Ya… pero…

 

–Pero… ¿qué?  El médico me ha recomendado que coma mucha carne. ¿Qué has comido tú?

 

–Pues lo que se come en estas fechas: potaje, dos trozos de bacalao rebozado y un buen plato de natillas.

–¿Y crees que has hecho mayor sacrificio que yo?

 

–He cumplido con el deber de abstinencia.

 

–¡Ya! ¡Maldita hipocresía! A ti el pescado y, el bacalao concretamente, te encanta. Y los dulces: natillas, flanes… ni te cuento. En cambio a mí me gusta poco la carne. Prefiero la verdura. Y tú lo sabes.

 

María Rosa se dio cuenta de que había cometido un gran error, e inmediatamente pidió perdón a su amiga.

En el 2015, los suelos de nuestras casas no son de rollizas, ni de baldosas; sino de baldosines. Tenemos cuartos de baño, televisores, frigoríficos, ordenadores, teléfonos móviles… Nuestra vida ha cambiado mucho con respecto a los años mencionados. Pero… ¿ha comprendido el cristiano el verdadero sentido de la Cuaresma?  


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