Buscando unos papeles, tropiezo con el libro de Clara Campoamor: «El voto femenino y yo. Mi pecado mortal» que, en el año 2008, el Ayuntamiento de Cáceres y la Asamblea de Extremadura reeditaron con motivo del día de la mujer. Es un documento interesante pues la autora cuenta en primera persona, todo lo que la empujó para trabajar a favor del sufragio universal, es decir de que las mujeres votarán en plena igualdad social y política con los hombres. Narra sus reflexiones y pensamientos, así como la características de una época (principios del siglo XX) muy complicada. Sólo su convicción, empuje y trabajo, consiguieron que, el 1 de octubre de 1931, las Cortes Generales votaran si a su propuesta. Como tantas veces en la historia, la hazaña supuso su suicidio político. La llegada de la guerra la llevó al exilio y a la no participación en la vida política hasta su muerte. Moriría en Suiza en 1972, prácticamente olvidada por todos. Tampoco la democracia, al principio, supo reconocer su figura. Las mujeres le debemos mucho. Por eso, decidí volver a editar el libro, con la ayuda inestimable de la Asamblea de Extremadura y del entonces su Presidente, Ramón Ferreira.
Han pasado 84 años pero curiosamente, y en mi modesta percepción, vuelve a ser precisa la revisión de estos temas. No en lo que se refiere al derecho al voto, evidentemente. Si, en otra serie de aspectos relacionados con la presencia de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Es una obviedad decir que hoy el poder sigue siendo mayoritariamente masculino. No se trata de enjuiciar como bueno o malo esto último. Es así y ya está. El mundo económico, también. La mayoría de las veces las mujeres no hacen nada por evitarlo, se encuentran más o menos cómodas con ello. No tienen la mayor ambición por ser jefas de grandes emporios financieros, ni siquiera de una comunidad tan prestigiosa como la universitaria. Por eso y aunque aparentemente se disponga, en el llamado mundo civilizado, de grandes dosis de libertad y autogobierno, lo cierto es que la distribución de los sexos en las esferas de decisión sigue, en general, dependiendo del decir y del hacer de quien ostenta el poder de una manera mayoritaria, es decir del hombre.
Esto es una realidad totalmente visible, para quien analice sin orejeras. Obviando aquellos puestos a los que se llega en función de una competencia individual, comprobable en pruebas objetivas (véase el profesorado), existen muchos que dependen de la opinión, o del criterio del jefe de turno, que decide en función de sus circunstancias y sus propios y muy específicos pareceres.
Si la independencia en lo económico es necesaria (aunque no suficiente) a hombres y mujeres para tener libertad propia, la capacidad de tomar decisiones de las propias mujeres garantizaría que no fueran los criterios masculinos los únicos o decisivos para establecer quienes de aquellas «merecen» estar en niveles altos, en deuda permanente con ellos, y quienes no.
Para romper esa «argolla», y a riesgo incluso de equivocaciones, parecen necesarias algunas medidas destinadas a conseguir que las mujeres aprendan a desenvolverse por si mismas y aprecien la ventaja de dirigir en un mundo reconvertido en un sistema mucho más racional en el trabajo y en los sentimientos. Y aunque no esté demostrado que una «mujer jefe» fuera mucho mas «justa» con el resto de mujeres y de hombres que un «hombre jefe», no estaría de más recorrer el camino y analizar los resultados.
Eso, por no hablar de la llamada violencia de género. Con la que si no andamos prestos podemos encontrarnos en demasiadas relaciones de pareja, terminadas por la vía de los resultados mortales, como ya viene siendo demasiado habitual. Lamentablemente muchas de nuestras jóvenes han llegado a creer que porque fuman, llevan minifalda y se acuestan a las 8 de la mañana del día siguiente al que salieron de fiesta han logrado la plena liberación en relación a algunos especímenes del sexo contrario. O viceversa, claro, que también hay hombres que sufren de violencia por mujeres.