Hace unos días he visto la película «Un largo viaje», dirigida por Jonathan Teplitzky. Se
basa en la historia real de Edic Lamax, un oficial del ejército inglés que fue hecho
prisionero y torturado hasta la extenuación en 1942, durante la II Guerra Mundial. Junto a
otros muchos soldados de diferentes nacionalidades se le utilizó, bajo condiciones
infrahumanas, en la construcción de un ferrocarril que uniese Birmania y Tasmania y
proporcionase una ruta de abastecimiento, vital para el ejército nipón. El film refleja los
mismos lugares de la famosa película «El puente sobre el río Kwai» de David Lean, pero
con perspectivas muy distintas. En la obra del «ferrocarril de la muerte» se calcula que
murieron unas 100.000 prisioneros, por enfermedades y trabajos forzados.
La película tiene de protagonistas a Colin Firth, para mí uno de los mejores actores del
momento, (como Edic Lamax adulto) y a Jeremy Irvine (Edic Lamax joven). El personaje
mayor padece ataques de pánico y pesadillas (el famoso estrés postraumático),
consecuencia de todo lo que le ocurrió en el campo de prisioneros cuando, acusado de
espía, fue entregado a la Kempeitai, la feroz policía militar japonesa. Solo logrará la
serenidad cuando se reencuentra y perdona a su torturador aún vivo.
A pesar de que algunas imágenes son macabras, a mi me ha parecido una película muy
contenida en el tratamiento de las emociones, lo que sin embargo y curiosamente permite
verla sin demasiado coste emotivo, algo imposible si todo hubiera sido narrado mucho
más emocionalmente. La manera inglesa de actuar o algo parecido. Supongo.
Pero no es esto último lo que pretendo decir en el artículo, sino citar una de las
posibilidades que la película sugiere: la del perdón como remedio terapéutico, no
únicamente para quien lo recibe, sino también para quien lo da. El auténtico Edic Lamax,
que murió el 8 de octubre de 2012, a la edad de 93 años, lo contó primero en un libro
autobiográfico publicado en 1995: «The Railway Man», y después en entrevistas
periodísticas que reprodujeron los medios. Perdonó porque su maltratador no dejaba de
rogarle que lo hiciera y porque al final había comprendido que todos fueron (de alguna
forma) víctimas de una guerra innoble entre naciones que los utilizó y engañó vilmente.
«Después de nuestro encuentro me sumí en un estado de paz y determinación. El perdón
es posible cuando alguien está preparado para aceptar la disculpa», escribe.
Supongo que si. Supongo que, a veces, ocurre lo de no sentirse realmente responsable
de algo hecho, del mal causado. Sucede en las organizaciones y en los colectivos. En las
consignas que se dan, de una manera u otra, para mantener la supervivencia de lo
común, ya sea institucional o privado. Al menos eso es un buen pretexto. Siempre me ha
sorprendido la facilidad intelectual de quienes esconden su propia conciencia, sus propios
agradecimientos, detrás de la conveniencia pragmática de ir o no contracorriente cuando
piensan en lo que les puede ayudar o perjudicar para sus intereses del momento.
Delegando, sin traumas, su ética personal en la dictada por quien, ostenta el mando de la
tribu.
A quien ofrecer el perdón, entonces? Y sobre qué? Cuánto valdría?