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LA LEY DEL PÉNDULO

OPINIÓN
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Siempre me gustó Ramón del Valle-Inclán, ese autor español adscrito a la corriente literaria del modernismo, que mezcla el misterio gallego con imágenes deformadas sobre hechos variados, creando el «esperpento». Ellas le permitirían detallar, enjuiciándolos crudamente por reprobables, aspectos de índole general de la época.

 

Una está siempre aprendiendo, y aún así es poco lo qué aprende pues de tanto en tanto cambian las reglas de juego y este vuelve a la casilla de salida. No hace mucho hablaba yo con una amiga sobre la «ley del péndulo», tan importante en la física y en la vida de los pueblos. Su aplicación de forma temeraria hacia los extremos suele originar una exacerbación de los objetivos en cualquier planificación, convirtiéndolos en algo radicalizado y sin sentido de la medida.

 

Le citaba yo la urgencia de algunas nuevas generaciones «reinventadoras» de la historia,  o directamente «olvidadizas» de sus orígenes y los preliminares de éstos. Como si creyeran que los hechos se producen siempre al azar, sin motivación y que las causas no son determinantes en su devenir. Es su particular «huída hacia adelante».

 

Tal parece una entelequia pedir a la gente, en periodos de crisis, una cierta proporción de la medida de las cosas cuando, inconscientemente o no, la voz pública se empeña en despreciar todo lo anterior por nocivo: también lo que quedó bien hecho, bajo el esquema de que no tuvo tanta importancia por ser esa la obvia obligación consustancial de quienes tuvieron poder de decisión.

 

Caminamos por un territorio lleno de minas. ¿Cuando parará esto? ¿y qué cabe hacer? Sin duda se debiera enderezar el rumbo de tanto «revisionismo indiscriminado», aunque me temo que nadie lo tomará como objetivo y, bajo la completa indiferencia de los ingenuos, o excesivamente precavidos, la rueda seguirá girando hasta que las fuerzas  que ahora empujan se detengan por su propio cansancio. Pero para entonces puede haberse hecho un destrozo importante en logros y derechos democráticos generales.

¿Habremos de esperar de la historia futura el análisis serio que ahora, casi siempre, se niega al gran «público»?

 

Nadar contra corriente es bien difícil y si no que se lo pregunten a los atunes. De seguir así las cosas, se impondrán las tesis (casi lo han hecho) de que lo mejor es no mover nada en ningún sitio, pasar desapercibidos, no correr riesgos. Y salvarse de cualquier tipo de «quema». En suma, no participar en asuntos públicos, no preocuparse del bien general. No ser «idiotas». No hay discurso creíble que ahora defienda lo contrario. Y si lo hay, no ofrece soluciones que animen a seguirlo.

 

Debieran los partidos pensar en ello y dirigir sus energías a la construcción de unas tesis actualizadas en los territorios, en consonancia con otras más generales e influyentes en lo nacional. Escuchando a los intelectuales estudiosos en la materia. Aunque la existencia  de tanto burócrata, llegado al puesto bajo el apelativo de político, no nos permite ser demasiado optimistas porque (casi) nadie se autoinmola destruyendo aquello que lo llevó a la posición que tiene. Nadie tiene el valor japonés de hacerse el harakiri. No son japoneses, claro.

 


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