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Al otro lado del frío crece la luz en las tardes que se alargan, y llegan las cigüeñas que no se han ido porque en San Blas cigüeña verás, mientras los diminutos pardales del patio hacen de las suyas entre las macetas y el pan de cada día. Llueve y llueve en esta tierra nuestra de masas embalsadas donde la pizarra resbaladiza cubre tejados de teja mora y chimeneas que se caen de puro viejas, olvido del humo que huele a leña y a abandono. En el pantano donde se acumula la presión del agua guardada que cuidaba el poeta Valentín Martín de joven esforzado, abriendo y cerrando las compuertas de la presa del corazón, hay un una pared que parece no poder contener la fuerza del agua que anegó pueblos como el suyo, agua que cubrió cadáveres que nunca se encontraron y que devuelve a la orilla un barro extraño que se cuartea porque los alrededores del pantano no son verdes de humedad, sino secarrales extraños que asisten al agua con desazón y falta de pertenencia. El río más allá sigue su curso, herido de muerte, sí, pero ahora rico en cauce y rumoroso de espumas. El río que nos lleva más allá de la ciudad que se mira en sus aguas detenidas.

Frente al pantano denso y mercurial que contiene el peso de la falta de lluvia, del plano franquista de esfuerzo de esclavos, mi sobrino, los ojos azules de una tierra con pocos embalses, se admira de la masa de agua contenida. El suyo es un Ter rico y generoso que ahora asiste a la pertinaz sequía mientras sus orillas siguen acogiendo cañas, peces y seres de río que siempre supieron de huertas y tierras de arroz. Ríos que no precisaron de embalses, de anchas paredes para contener la fuerza quieta del agua que en la meseta marcaron de azul los mapas. Tierra aquella que ahora se angosta sedienta porque no ha tocado la virtud de la lluvia que por aquí parece generosa. Es extraño este reparto del cielo y mientras los hombres nos afanamos por desalar o hacer el milagro de guardar lo que se nos va entre los dedos, el embalse castellano, el embalse extremeño sigue firme y sólido haciendo su papel de masa densa en el centro del corazón. Ahí donde esa mirada azul se admira de su vasta quietud, su peso que empuja ahí donde guardamos lo más hondo. Y mientras, la sed como un dolor en la garganta. Y agua, agua y agua…

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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