Me interesa mucho el mundo de los simbolismos, no en vano el lenguaje simbólico es el lenguaje de las matemáticas, disciplina que traté de enseñar durante muchos días de mi experiencia laboral.
El símbolo como expresión del concepto, algo con lo que sintetizar una idea y volverla asequible, el instrumento con el que aprehender y luego explicar las cuestiones más enrevesadas que habitan en el pensamiento. Me interesa, vaya si me interesa.
Por eso intento leer las muestras en los protocolos y en los ritos. Nadie como la iglesia católica para esto último. A lo largo de sus muchos años de existencia ha hecho gala de una maestría excepcional, digna de ser imitada, como de hecho lo ha sido. El mensaje de las ceremonias, las palabras, las ropas…transciende de ella misma y enseña poder, resolución, hábito, conquista del espíritu. Se ve en la liturgia de cualquier acto religioso. Y el pueblo lo capta y asimila.
Durante una época de oscurantismo en materias científicas, como la Edad Media, la Iglesia fue la reserva del conocimiento. De ahí su influjo sobre los pensamientos y las almas. Sus estudiosos fueron monjes que la guardaron con ahínco en los monasterios. Tradujeron los textos griegos al latín, y eso logró que llegaran hasta nosotros las grandes premisas de los pensadores clásicos, tan influyentes.
Y algo parecido, aunque de otra forma, ocurre con el estamento militar, tan repleto, también, de ritos. Me fascina, por ello, la escenografía de los desfiles, cuando son largos y elaborados, como los del pasado día 12 de octubre, tan mencionado por la España oficial. La que sale en los papeles. Tan bendecida y (a la postre) aclamada.
No pondré adjetivos al mismo, ni nombre a la fecha, porque sabido es que la palabra Hispanidad produce resquemores en la piel de muchos, dentro y fuera de España, pero reconozco mi especie de hipnosis por la exposición.
Porque allí estaban (casi) todos. Con sus mejores galas. En su papel. Con su traje y su mejor sonrisa. Todo medido a fuer de ensayado. Profesional. Para hacer una demostración de la defensa: de la seguridad, de los territorios, del parlamento, de la monarquía, de las herramientas de guerra, de la cotidianidad controlada….
Como (casi) todos los países. Como Israel. En el momento que escribía este artículo, en el día de ayer, anunciaron en la televisión lo previsible del inicio de la guerra, a partir de las tres de la tarde. Que fue sábado, jornada de descanso y oración para los judíos y que siempre respetan a rajatabla. Tanto, que en los hoteles, (al menos en mi experiencia) se toma comida fría, elaborada el día anterior y ni siquiera están en marcha los ascensores. Ni el transporte público.
El corazón se te encoge un poco más, si cabe, con la tragedia. Porque todo pronostica que pronto veremos pasar de la escenografía de las imágenes a la realidad cruel, dura y pragmática de un desastre atroz. El número de muertos en un bando y en otro ya es elevado. En la televisión, las noticias cada vez son más apremiantes y entonces te preguntas si tanto funcionario bien pagado, en tantos organismos internacionales, justifica su puesto.