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Vivimos el tiempo del grito y nos hemos acostumbrado a la potencia del ruido, la acritud del tono, la violencia del titular o la frase afilada como daga a nuestro alrededor de lectores… lectores de una pantalla que se ha polarizado de una forma tan aguda que la discrepancia tiene el tono áspero de un chirrido y no nos damos cuenta de que estamos en medio, no de la controversia, sino de la contienda.

Cae el calor a plomo sobre una Europa seca y cuarteada, a la intemperie de la guerra cercana y de los barcos convertidos en cruceros carcelarios, y más que resolver nos dedicamos a gritarnos para tener aún más sed. Esa sed de la charca que va perdiendo agua, el pantano enlodado donde mueren los peces en las orillas de la falta, el mar que se traga los barcos repletos de rostros de esperanza. Hay una dejadez para todo que no sea el enfrentamiento, la voracidad del ataque, el deseo de revancha, que nos retrae a la madriguera del silencio, a la quietud de la piedra que lo ha visto todo, a la magnanimidad del árbol que con la fresca toma aliento que no agua. Todo tiene sed y la sed debería quemarnos la garganta, ahogar el grito y enmudecer de sal, esa que cristaliza los ojos de los muertos que luego aparecen en las playas donde disfrutamos de un tiempo de cansancio. Ni siquiera el paréntesis de asueto, el sitio de nuestro recreo se libra de la contienda, evita la sequedad, la piel y la lengua cuarteadas de sed. Hay algo apocalíptico en estos tiempos de fragor y fulgor aunque reconozcamos que siempre hizo calor, y que el secarral mesetario crujía bajo nuestros pies, esos que saben de eras ardientes, de cielos azules tendidos sin una sola nube, tiempos de dormir la siesta y madrugar y sentarse después, al acariciador rumor de la fresca, en la silla de enea de la puerta.

Dedico el silencio de la casa quieta al ruido, al grito y a la bandera. Es el recogimiento monacal de los muros de piedra, del silencio de la siesta. Quizás necesitemos no tanto el viaje sino el cerrar la puerta. Sentarse a beber el vaso de agua que aclare la voz y la contienda. Permanecer en silencio, tomar una mano, dejar que discurra el sudor por la piel quieta. Y dejarnos llevar, silencio de quietud que nos refresca.

 

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

 


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