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Al vaciado del corazón le sobran cajas y resbaladizas bolsas de basura donde amontonar el papel de tantas citas médicas que ya prescribieron, los periódicos viejos, las revistas donde las portadas iluminan bodas que ahora sabemos abocadas al fracaso y a la eterna inquina. Son las páginas volanderas de una vida que se llenó de estanterías donde acumular los artículos guardados que ahora nada dicen, los libros que no llegaron a leerse, las fotos que nadie sitúa en la bruma del tiempo. Pequeños detalles que aparecieron con su significado que no se recuerda, marcos en los que sonríe el niño que ya no lo es.

En el vaciado del corazón hay mucha bobina de hilo suelta por el suelo rodando su falta de uso. Del costurero que guardó quizás el membrillo que venía en lata, salen los botones como un mosaico de colores y redondeces, son la belleza diversa de lo perdido, camisas, vestidos, chaquetones que nadie sabe dónde cuelgan como cuerpos desmadejados en el armario de la memoria. Hay un dedal viudo de su dueña y de su dedo, un acerico precioso donde clavar el vudú de los alfileres que atraviesan malos deseos y peores pensamientos de esos que tiñen la tela de rojo porque te has pinchado en tu ataque de maledicencia. Nadie cose ya y las bobinas se enredan y los botones hacen un montón que cuenta el niño mientras alrededor todo el mundo se afana en llevarse lo que siempre deseó para sí y cuya posesión nos hace olvidar el dolor por la falta de la dueña del tesoro. La dueña de las estanterías repletas, de los cajones de donde salen el olor de alcanfor y la tela dura de las sábanas de lino y los manteles que nunca se usaron. En el vaciado del corazón hay mucha morralla y cosas secretas que alguien con buena voluntad usurpa al ojo de todos: ropa interior amarillenta, tiras de tela convertidas en lo más íntimo y ocultas con el decoro debido de una dama de dentadura escondida y gafas a la vista enfundadas en sus quietas cajas ¿Quién tiene la potestad de hurgar en el secreto, en la intimidad de la que dejó su casa? Solo el niño, contando botones sobre las faldillas de la mesa redonda, con su brasero de cisco apagado y su badila quieta, parece ajeno al saqueo, a las bolsas que se llenan, a los libros amontonados que nadie quiere, al papel que se estruja y amontona en un crujido de letras que se quejan.

Entre la mantilla exquisita enganchada por tantos alfileres y horquillas negras de una melena que fue negra, aparecen las joyas tan pequeñas, tan humildes, tan quietas en su fulgor sin piel: cadenas de oro, una medalla con el nombre grabado de su dueña, la esclava que ceñía la muñeca, el broche de la madre, los zarcillos con aquella piedra… y de repente todo se ilumina mientras el niño piensa que son más divertidos sus botones. Y de repente, hay un reparto febril, un ansia envidiosa, un pensar que quizás vale más el anillo que el par de pendientes, el collarcito chico que ese broche. Pero al menos hay para todos en este saqueo del cajón secreto, de lo que guardaba no una caja, sino la doblez de encaje de la mantilla negra, geometría de flores recortadas. Y cuando el tesoro está a buen recaudo en cada bolso, acallados los miedos de no haber hecho bien el reparto, se sucede de nuevo el acarreo de los trastos. El llévate esos platos, tira todo ese papel, quién quiere los libros, qué hacemos con las fotos… y de repente, el niño se queja amargamente, el dedo ensangrentado, mira mamá entre los botones hay un montón de agujas de cabecitas negras…

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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