Benditos sean los lugares con historia. Cualquier ciudad que se precie tiene muchos, Madrid no puede ser una excepción. Acaba de publicarse que una ruta guiada que señala sitios estratégicos por donde vivieron y brillaron las mujeres olvidadas de la generación del 27, es el número uno (por atención e interés) de todas cuantas cobija la capital de nuestro país.
Estamos de exageraciones hasta las orejas. No es cierto que todas estas mujeres hayan sido olvidadas, ahí están María Zambrano y Maruja Mallo (por ejemplo) para acreditarlo. Bien es cierto que seguramente más tarde de lo preciso. Como le ha ocurrido siempre a la mayoría de los pioneros. Y es interesante resaltar este asunto, pero no porque nunca se haya hablado de ellas. Como no lo es el que la mujer (siempre) cobre menos que el hombre, tenga (siempre) doble jornada y todo un montón de teorías llevadas hasta el extremo para hacerlas rodar.
Los eslóganes (esas pequeñas síntesis de las ideas) vienen bien a las causas pero, a veces, sufren de continuas hipérboles que, poco a poco, los hacen imposibles de digerir. La perfección absoluta, como la salud, es impensable y de ahí viene, en ocasiones la frustración de tantos y tantos cuando (luego) los deseos no se acomodan con la realidad.
Para demostrarlo, el “culebrón” con la prensa de los actuales príncipes de Gales (William y Catherine) enfrentados a la voracidad de unos medios que exigen mayor conocimiento sobre el estado de salud de la segunda, desaparecida por un tiempo de la escena pública. La imagen idílica de ambos se ha trastocado totalmente, y les llueven críticas por doquier alegando que son personajes públicos (sonrientes, felices y enamorados) y esa pose (cierta o falsa) no se puede perder. Porque es de todos. Y el pueblo la necesita para su tranquilidad. Otra hipérbole que alienta la venta de ejemplares de revistas y periódicos y un fin de objetos de consumo vendidos (al por mayor) para clientes y turistas.
En este tiempo de hipérboles desmedidas, hay que intentar moverse con un práctico (y humilde) sentido común que al parecer, es el menos común de los sentidos. Al no ser oro todo lo reluciente. Por contra, la ramplonería de lo “políticamente correcto” en relación a lo que se debe hacer y decir marca nuestra existencia, (para unos más abultadamente que para otros) y obliga a tener cuidado con los juicios y adjetivos aplicados a las personas, y a un sin fin de situaciones y asuntos, bajo el riesgo de ser fuertemente deslegitimados por quienes se han convertido en sacerdotes de la moral imperante.
Palabras hay que levantan un alto sarpullido entre los adoradores de aquellas situaciones que definen. Y que escandalizan sobremanera a los mojigatos o interesados que no quieren molestar, ni a diestra ni a siniestra, y que por eso mismo elevan en un pedestal a personas y organizaciones, por el simple hecho de existir y servir como fachada que cubre las rendijas del sistema. Porque mientras se hable de sus altezas serenísimas no se discute sobre la operatividad de una institución, en muchos casos obsoleta, y mientras se tiene mucho cuidado al vocalizar según que denominaciones, no se explican los motivos por los que no se construyen (por ejemplo) viviendas sociales o se ayuda más a las madres que tienen hijos para que puedan compatibilizar vida familiar y laboral y el país no se despeñe por el agujero de la ausencia de niños. Y son solo unos ejemplos.