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Los pupitas están inconsolables, se les ha acabado el spray desinfectante hasta nueva orden. Era su alegría en aerosol y pasaban un buen rato al comienzo de la clase regando por aspersión mesa y silla, frotando con denuedo. Daba igual si antes se les había llamado la atención por ir abrazados por los pasillos o dándose empujones. Eso no contagia. Sin embargo, su cuidado a la hora de frotar y casi lijar la mesa antes de ponerse a dar clase, les protegía de toda perturbación.

El spray en cuestión es la pesadilla económica de nuestra secretaria. Por un quiebro del destino, la historiadora que escribe sobre arte sacro y es una autoridad en materia de capiteles, angelotes y volutas, se ha vuelto una experta en transporte escolar, fontanería, calefacción, suministros higiénicos, turnos de limpieza, mecánica de fotocopiadoras, cerraduras, equipos informáticos y operarios diversos. En vez de alumbrar la belleza del gótico, a la secretaria le toca reponer gel hidroalcohólico, que es un deporte de riesgo porque corre uno el peligro de intoxicación etílica. Y de ruina absoluta. Esto del COVID es una sangría tan espantosa que dentro de poco vamos a recurrir al jabón lagarto de toda la vida y a limpiarnos la manazas en las perneras del pantalón. No hay spray y los pupitas claman indignados aunque vengan empujándose de un recreo donde, a falta de pelota, han estado jugando al fútbol, deporte de contacto, con una botella de agua vacía.

Los pupitas son muy suyos y adoran bajar y subir por la escalera que no les toca. Eso sí, son capaces de ponerse en huelga porque no hay con qué pulir la mesa hasta que brille. Yo les sugeriría que escupieran un poco, pero para eso se tendrían que bajar la mascarilla y no es plan. Enseñar la nariz es casi como bajarse la bragueta. Los pupitas quieren limpiar y dar esplendor a su mesa cuando hace bien poco se entretenían desatornillando el tablero para que se cayera al suelo en el momento más inesperado. Son sorprendentes, los pupitas, se sientan en el banco del parque uno sobre otro como un emparedado de vaqueros y plumas, pero bien que protestan si les decimos que se ha acabado el spray y que vale ya de tanto frotar, que parece el pupitre la lámpara de Aladino. Luego seguro que claman en casa que están expuestos a todos los virus y que la culpa no es de la ministra, esa que dice que hay que pasar de curso aunque te quede hasta el recreo, sino de jefatura de estudios, que son unos rácanos y unos amargados.

A mí compañera de secretaría, que ha perdido la cuenta de todos los litros de gel que nos hemos pulido, le han prometido un cargamento de materia antiséptica que ha elevado su ánimo como antes lo hacía una Inmaculada de Rivera. Esto es lo que tiene dedicarse a la gestión, uno olvida el ejercicio de las nobles artes y se dedica a contar partes de mala conducta o cajas de spray desinfectante. Mientras, los pupitas, protestan porque confían ciegamente en la limpieza de un pupitre que antes pintorrejeaban o adornaban con incisiones alusivas a ciertos elementos del claustro de profesores. No hay mejor lienzo para recorrer la intrahistoria de un centro educativo que leer las escarificaciones de puertas, paredes y demás mobiliario escolar. Pero estamos en tiempo de pandemia y hay que gastar diez minutos de clase en limpiar la mesa con gran profusión de materia nebulosa. Y uno desearía darles un abrazo que no les llegará, porque con las ventanas abiertas, el pupitas es un ser envuelto en anorak, polluelo dedicado a adecentar su nido como un maníaco obsesivo. Todo sea por dar menos materia.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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