premios
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Tan desacertado me parece equiparar a todo el mundo por igual, como examinar a la clase política y no hacerlo con las otras clases, con el mismo criterio de baremación. Si lo hiciéramos, puede que fuéramos más conscientes de las veces que intentamos buscar  una cierta efectividad en apartados no cruciales, solo porque fracasamos en lo básico. Por ejemplo entregando premios. Esos premios que algunos políticos otorgan sin parar.

Amigos, ¿se han parado a pensar que si todo el mundo es digno de ellos, quiere eso decir que cada uno -particularmente recibido- carece de importancia?. Porque la mención específica  -de tan repetida- se hace común. Y ya no es adjetivo, sino nombre. En la propia esencia de un premio cualquiera, está la razón de ser del mismo; la selección hecha siempre alrededor de unos méritos determinados que es imposible que la generalidad tenga. Entonces ¿a que ton se los damos a todos, para destacar un género, una diversidad, una situación?.

Amigos, ¿Han reflexionado sobre la importancia o no de conceder ciertos trofeos locales de manera tan generalizada, no diferenciando hechos, caracteres, valores… y equiparando “uvas” con  “lentejas”? ¿Qué puede significar una valoración que se apoya en cualquier elemento simpático de un individuo, volviéndolo merecedor de ser reconocido al alimón con otros personajes, cuyos valores son radicalmente distintos, especiales y señalados? ¿No es todo una manifiesta incongruencia?

¿Cuánto hay de frivolidad en ese criterio de ofrecer galardones al por mayor? ¿Cuanto de estrategia generalizada? ¿No se ofende con ello a los que realmente tienen méritos serios, rigurosos y perfectamente constatables, al equipararlos con quienes ni siquiera se les parecen? Me refiero a que, por ejemplo, no puede ser igual (supongo) haber ayudado a redactar una Carta Magna, que representar unos cuantos números teatrales. ¿O sí? Pues señores, con múltiples pretextos, se les está equiparando en cualquier rótulo que se precie. En cualquier pequeña ciudad de provincias.

Por los intersticios del sistema -sea público o privado- se cuela a veces el agua de la inoperancia. Una lo nota en los pequeños hechos, no excesivamente rutinarios, de la vida, en los que asoma el desinterés de unos por la calidad y la falta de eficacia de sus adláteres. Aunque se vista de proximidad a los ciudadanos y de preocupación por ellos.

No se trata de buscar culpables, se trata de mejorar los protocolos y las obligaciones en cualquier organización, privada o pública, para que no quede todo al arbitrio de personas poco incentivadas y desde luego nada empáticas con las verdaderas preocupaciones e intereses de sus convecinos y clientes. Y se me viene a la memoria (y no quiero yo zaherir a ningún trabajador en sus derechos) la época en la que algunas administraciones de interés general, como Correos, hacían trabajar a sus empleados los domingos porque las cartas no podían quedarse sin repartir ni un solo día. Eso, y no premios, es lo qué se demandaba. En España, la sociedad ha pasado, en cuanto derechos y deberes, de un extremo al contrario. Ahora, el fin de semana es sagrado para muchos, y si el viernes queda algo importante sin tramitar, pues se deja para el lunes sin ninguna mala conciencia. Lo mismo en lo público -donde la ganancia, al menos teóricamente, no es lo importante, aunque sí el servicio- que en la empresa privada, en donde la obligación es conseguir dividendos. Y casi nadie osa protestar, no vaya a ser calificado de “elitista”. ¡No, no, todo menos eso!


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