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Junto al colegio, suena en la entrada la música de los ruedines de las mochilas que los niños arrastran a duras penas. A los chiquitajos, esos que deberían estar en la guardería y que se quitan el sueño de la cara a manotazos de legañas tiernas, les cuelgan una mochilita con su bocadillo y su botellita de agua. Llevan el babi colorido que se llenará el viernes de manchas de ceras, de dedos y rotulador, de algún vómito imprevisto.

Alguno llora por el chupete que aún no le han quitado y otro añora los pañales porque no llegará a esos baños que tienen las tazas diminutas de juguete. Los años de infantil son un tiempo muelle de moqueta y rincones de pensar y pintar, de maestra y maestro que son padres y madres sustitutos y que se preparan para enjuagar lágrimas y quitar mocos. Demasiado pequeños, demasiado tiernos, demasiada ansia de guardería.

Envueltos en la manta de la cuna, los pequeños madrugadores a los que el padre y la madre llevan medio dormidos, abrazados al sueño y al calor de la casa, se depositan cuidadosamente en el interior de la guardería del que salimos como si hubiéramos cometido el pecado de abandonar al fruto de nuestras entrañas. Huimos al trabajo dejando a un lado la casa desordenada, el biberón a medio lavar y la cuna deshecha. Somos la generación que pagó por el cuidado, que tuvo lejos a las abuelas deseosas de ser canguros; somos los que dejamos pasar las tardes esperando en la antesala de las extraescolares, escuchando la música desafinada de la escuela, el golpear del balón, el tiempo con el que nuestros hijos llenan el asueto que se merecen después de las horas de escuela que en nuestra infancia eran de mañana y tarde… tarde de otoño con galletas maría y vaso de leche junto a los deberes que ahora llaman tarea.

La música de los ruedines se oye en la puerta de mi instituto. Alguno se atrevió a ser el primero y allá va, entre los adolescentes que cargan el peso de la cultura más abajo del culo, destrozándose la espalda sin inmutarse. A medida que cumplen cursos, el peso pesa menos y mi hija se va a la universidad con la delgada hoja de un portátil. Sujetos al peso de los cuadernos, los útiles que se amontonan en el estuche, los archivadores desordenados, la agenda que siempre pierdes, los carísimos libros de texto… mis alumnos tienen otra música, la que sale de ese móvil que troncha su cuello a las puertas del instituto. El suyo es un gesto detenido en la pantalla, un estar juntos sin mirarse, un extraño desapego. Llevan la mochila a espalda como una carga que no quieren y se sientan con ruido mientras los recién llegados, cuidadosos, expectantes, nuevos, abren el cofre de los colores y siguen con cuidado escolar el horario que les proponemos. Están envueltos aún en la música de los ruedines, y más allá, en el colegio vecino, lloran una hora más tarde los recién arrancados del abrazo de la casa, dispuestos a iniciar el ritmo de sus tiempos.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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