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Estimados compatriotas: Os voy a contar un cuento, real como la vida misma. Helo aquí:

LA PAVA Y LA ZORRA.

Tajo y Fresneda
Tajo y Fresneda.

Mis tíos, Felipe y Ángela, no tenían hijos, de modo que me llevaron con ellos muchas veces a pasar temporadas en la casa de Los Morales. Finquita linda en un alto otero entre el cauce del Tajo y la Fresneda. Almendros, olivos, viñas y salteadas encinas. Canchos de granito, miles de conejos y hermosos bandos de perdices.

La casa de Los Morales, una estancia, tres dormitorios, varios trasteros, y en la entrada chimenea para cocina y amplio alcabor. En la parte de atrás de la casa, la que daba al norte, a unos quince o veinte pasos, en torno a una higuera enorme habían levantado una caseta de madera como gallinero, rodeada de una cerca de alambre. Por allí sueltas andaban varias gallinas, dos gallos y una pava. Al atardecer se recogían en la caseta hasta la del alba.

La tía Ángela iba de vez en cuando y les regaba trigo, o lo que fuese, y en unos cuezos de madera echaba agua. De dentro de la caseta-gallinero salía a veces con una cesta de mimbre en la que traía un montón de huevos. Una mañana dijo: “Me parece que falta una gallina”, pero ni el tío ni yo le dimos importancia al comentario.

Otro día dijo: “Ha debido entrar alguien, porque hay mucha pluma suelta, y me parece que falta otra”.  El tío miró por encima de las gafas y frunció el ceño. “Habrá que ver qué pasa ahí” dijo. A la mañana siguiente, antes del alba, el tío, sigiloso, salió de la casa y fue a ver el gallinero. Cuando regresó dijo “Están tranquilas, pero la pava está en lo alto de la higuera”. Un rato después fuimos a ver cómo estaba aquella tropa, y vimos que la pava se había dejado caer de la higuera y andaba por allí con sus compañeras.

“Si la pava duerme en lo alto de la higuera es porque algo pasa abajo que no le gusta”, dijo el tío. Al atardecer, cuando las gallinas empezaron a meterse en el gallinero, vimos que la pava, con vuelo irregular y forzoso, se encaramaba en una rama de la higuera y luego, con vuelos cortos, trepaba a lo más alto.

“Ven” me dijo el tío. Fuimos mirando alrededor de la alambrada. “Mira, por aquí entra el que sea a por las gallinas”. Había un pequeño hueco entre los alambres. A mediodía, fuimos los dos, cortamos ramas de lentisco, de aulagas y retamas y preparamos un aguardo junto a un cancho a unos veinte o treinta pasos del gallinero.

Después de cenar, el tío cogió la escopeta que colgaba de una alcayata en la pared y cuatro cartuchos. “Vamos” dijo. Nos metimos en el aguardo. “Tírale tú”. Esperamos una hora, o dos, a mí ya me roían las posaderas y no podía con el dolor de las rodillas. Pero todo se me pasó cuando el tío me dio con el codo. Miré y la vi. Se acercaba casi reptando al agujero de la alambrada. Le puse el punto de mira en la paletilla delantera y apreté el gatillo. Quedó seca, la muy zorra.

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