Los guardianes visibles
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Tiene la escritora Dolores Redondo una trilogía de novelas, ampliamente conocida, sobre
los mitos ancestrales en una zona del norte de España. Los libros han sido muy
divulgados, pues a su éxito en ventas se ha unido la filmación de varias películas sobre
ellos, muy visionadas por el gran público. El primero lleva el título de “El guardián
invisible”, una figura protectora de los bosques de la tierra natal de la autora y de las
personas que entran en ellos.

No están los tiempos para la risa, ni el horno para bollos, pero el otro día no logré cortar la
carcajada, surgida espontáneamente, cuando los propios protagonistas me contaron sus
andanzas en la primera jornada de curso académico, como alumnos de instituto en
tiempos de coronavirus. Si no fuera tan grave la situación en la que nos encontramos, las
anécdotas servirían para hacer una película de García Berlanga, el genio de la sátira
mordaz.

El primer día de enseñanza, que ha de ser -según la Administración-, sí o sí, presencial,
los muchachos decidieron que, puesto que había que limpiar continuamente las mesas e
instrumentos escolares como parte de las normas sanitarias, lo mejor era la consecución
de un fondo común de dinero, y acercarse, ellos mismos, al supermercado para equiparse
de un montón de bayetas y detergentes con que desinfectarlos cada vez que fuera
preciso. Y dado que a veces es necesario disponer para el uso de más de una mascarilla,
o buscarla si se olvidara en casa, vieron oportuno disponer de una caja con ellas -a un
euro la unidad-, para olvidadizos. Haciendo gala de una responsabilidad encomiable,
decidieron convertirse uno cada día, en guardianes del recreo, y evitar contactos y
reuniones alocadas entre los inconscientes. Al parecer, la imagen del tutor o tutora virus
corriendo cual posesos de un lado para otro del patio y llamando la atención a gritos a los
niños no fue muy recomendable por lo ineficaz.

nino con mascarilla foto freepik

No se sabe cuánto podrá pervivir esta situación. Todos, haciendo de todo, en todos los
sitios. Lo cual resulta paradójico y poco recomendable. Posiblemente, la mayoría de
conductas se estandaricen. Las reglas son generales y su aplicación ha de realizarse en
cada sitio concreto, dentro de las propias características del mismo. Como de costumbre,
al sistema lo salvarán -o no- los profesionales y competentes. Para lo bueno y lo malo, el
método de ensayo-error es el que se ha impuesto.

Hay quien cita a Ignacio de Loyola: “En tiempos de desolación no hacer mudanza”, un
argumento que parece invitar a seguir ahora haciendo lo de siempre. Pero hay que saber
que el sentido de su recomendación fue estrictamente religioso, siempre contrastando los
términos consolación (aumento de la esperanza, fe y caridad del alma) y desolación
(disminución de todas ellas). Precavidos o no, normalizados más o menos, interesados y
perezosos, es difícil, por no decir imposible, controlar la red de relaciones y contactos que
un pueblo mediterráneo, tan socializado como el nuestro, tiene. Sin duda se precisan
nuevas opciones. Aunque puede que cuando llegue el frío todo adquiera un sentido
mucho más nórdico y distante. O no


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